Por
  • Ana Alcolea

Cerezo

La producción de cereza caerá un 15% este año en Aragón.
Un cerezo.
Heraldo

El año pasado por estas fechas tenía la casa llena de cerezas. Me las regalaron mujeres maravillosas de clubes de lectura de Calatorao, de Ricla, de La Almunia. Rojas, duras, dulces, grandes. Hermosas como ellas, que saben bien lo que es hacer magia con las palabras. Para mí, las cerezas siempre habían sido esas frutas que, cuando era niña, mamá y yo convertíamos en pendientes antes de comérnoslas. Cuando empecé a viajar para encontrarme con lectores, lo que más me gustaba del tren era ver los árboles a través de las ventanillas. Este año, muchos ya estaban florecidos a finales de enero, y a comienzos de febrero. Grandes superficies de árboles blancos y rosas pasaban a gran velocidad a mi lado. Iban tan rápidos que apenas me dejaban tiempo para contemplarlos. Los manzanos, ciruelos o cerezos tenían mucha prisa y huían de las miradas que llegaban del tren. O tal vez fuera el tren el que siempre iba apurado, como los que íbamos dentro, que lo cogíamos en Zaragoza a las siete de la mañana y a las nueve y media ya estábamos dando una charla en Leganés o en Boadilla.

Cuando llegué a esta casa hace dos meses y medio, el cerezo tenía pequeños brotes. Pensé: ¡qué bien, la semana que viene tendremos flores! No era consciente de que a quinientos kilómetros del Círculo Polar, las estaciones bailan a otros ritmos. Nunca hasta ahora había visto florecer un cerezo. Lo contemplo cada día, cada hora. Cada minuto hay flores nuevas que danzan, tímidas, su baile, un baile que es principio y es final. 

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