Por
  • Francisco Martínez García

Las otras pandemias

Los que no han salido de la pobreza son cada vez más pobres, alerta Cáritas
Las otras pandemias.
Mario Guzmán

Nuestro mundo refleja, cada vez más, el poder del hombre. La tierra aparece cada vez más pequeña y la acción humana desborda el planeta. Hay ya instrumentos complejos explorando el lejanísimo universo. Los científicos han alcanzado los confines del cosmos, y han constatado científicamente su vertiginosa expansión. Paralelamente han penetrado en el microcosmos y sus logros espectaculares nos benefician sobremanera. Parece que ello está conforme con Dios que dijo al hombre en el Génesis que "dominase la creación". Dicen que Gagarin, en su primer paseo por el espacio, dijo no haberse encontrado con Dios. Esto no es cierto. Cuando Rusia padeció la pandemia del ateísmo oficial, fue Jrushchov el que acuñó la frase: "Gagarin estuvo en el espacio y no vio a ningún Dios allí". Lo cierto es que Gagarin fue un bautizado creyente y coherente.

La epidemia vírica se está mostrando horrible y frustrante. Sería lúcido analizar el suceso en un marco más amplio. Existe y es de enorme gravedad. Líderes significados y la prensa mundial han abierto el interrogante sobre la posible autoría humana de esta pandemia. Esto nos lleva a una reflexión importante. Nuestro mundo padece una serie de pandemias simultáneas, todas ellas horribles, que afectan pertinazmente a inmensos sectores de la humanidad y que son fruto de la perversidad humana, advertida y consentida. Lo trágico es que mientras inmensos sectores sufren, los demás apartan su vista, se olvidan y luego… ¡olvidan el olvido! Muchos malviven mientras otros gozan de bienestar. Y los parlamentos no se reúnen. Ni los presidentes se dirigen a la nación. Y el drama está ahí: el 20% de la población mundial posee el 90% de la riqueza. Y más de 2000 millones perciben menos de dos dólares diarios.

Pandemias, trágicamente reales, son, entre otras muchas, el hambre, la miseria, la existencia del ‘cuarto mundo’ o la irreversibilidad de la pobreza, el paro, los desequilibrios económicos, la incultura, el analfabetismo, la emigración, las dictaduras alienantes y el abuso del poder, la guerra, la soberbia y la avaricia, la crispación social, la falta de identidad y de sentido último, la omisión moral y legal, la irresponsabilidad social y política.

Estos problemas desencadenan consecuencias trágicas. Pero lo que les hace excepcionalmente graves es su cronicidad. Son tan perdurables que matan y hacen inservible tanto a la persona que no ama como a la persona no amada. El mal de corazón constituye una pandemia tan grave como las anteriormente enumeradas. Nos afecta gravemente como personas, como creyentes, como ciudadanos. Como personas, porque un extendido hábito del comportamiento público es hoy hablar sin hacer, en lugar de ser y callar. Como cristianos, porque, después de la cruz de Cristo, solo hacemos el bien verdadero cuando damos y nos damos… hasta que nos duela. Y como ciudadanos, porque ya no hay un código de comportamiento en el mundo que no mande hacerse presente en la historia obrando el bien y evitando el mal.

Amar a Dios y amar al que sufre, en cristiano, es una misma cosa. Porque Dios ‘es’, y no solo ‘tiene’, amor. A quien no ama, ni Dios le salva, ni tampoco podría, porque Dios es amor y no puede dejar de serlo. La omisión, máxima epidemia hoy, es tan grave que llega a impedir a Dios ser Dios y hacer de Dios. Porque él se ha propuesto hacer el bien a través de nosotros. Lo trágico es que las naciones tienen recursos sobrantes para solucionar el problema, pero prefieren dedicarlos a hacer la guerra. Y es precisamente la abundancia excesiva lo que les hace temer y enfrentarse.

Numerosos acaudalados de hoy convocan a los pobres para generar sus beneficios. Los necesitan para la producción, pero los marginan en el reparto. Algunos poderosos, cuando solicitan la investidura claman, para seducir a egoístas: "¡Primero, nosotros!", "America first!". Pero la tarta de la producción se reparte en desproporción escandalosa. No es que esté prohibido amar a los propios. Lo perverso es siempre la exclusión y la discriminación. Jesús vino a "demoler muros", según afirmó Pablo. En su momento existió uno de los más separatistas de la historia, el de judíos y gentiles. A ciertos políticos poderosos de hoy les encanta construir muros y defender distancias. Integran a los pobres en sus programas. Pero cuando terminan su tiempo, las desigualdades siguen igual o peor. Los pobres cuentan en los proyectos, pero no tanto para los resultados.

Los cristianos deberíamos obedecer al principio de ‘comunión’ en su sentido más genuino, evangélico y eclesial, que no fue en los inicios abrir la boca al pan sagrado para comulgar, sino abrir las manos para dar y los brazos para abrazar. Es "la comunión de bienes", de los Hechos. Los cristianos tenemos Cáritas y otras instituciones solidarias en todas las comunidades. Atendemos, y no poco, a los efectos de la miseria, pero sin duda nos falta compromiso más valiente frente a las causas. Nosotros podemos ofrecer pan. Pero los pobres nos dan el cielo, dice Jesús. Para él no valen solo las manos limpias, sino las manos llenas. Sin amor no hay verdad. 

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