Por
  • Francisco Marco Simón

La retirada de los dioses

Vaso ritual de Arcobriga (Monreal de Ariza, Zaragoza) con representación de una divinidad arbórea celtibérica en el interior de un templo.
Vaso ritual de Arcóbriga (Monreal de Ariza, Zaragoza) con representación de una divinidad arbórea celtibérica en el interior de un templo.
HERALDO

Con motivo de las excavaciones de un equipo austriaco en Éfeso (Turquía), salió a la luz hacia 1990 una inscripción de mármol blanco datable en el siglo II. El epígrafe contenía instrucciones oraculares para, por medio de la diosa Artemisa, "disolver el veneno de la pestilencia que destruye a los hombres", es decir, la plaga que asolaba la cercana ciudad de Sardes. El editor de la inscripción relacionó la pestilencia aludida con la gran plaga del año 165, que describió el médico Galeno y que causó miles de muertos, entre ellos Lucio Vero, co-emperador con Marco Aurelio. Esta inscripción constituye el único caso conocido en el que una plaga se atribuye no al mundo divino, sino a las acciones maléficas de un mago. En la Antigüedad, la enfermedad y la desgracia se explicaban a partir de la acción invisible de poderes sobrenaturales o mágicos. La salud se entendía como la manifestación de una relación intacta con el universo natural, social y espiritual, mientras que el mal se asociaba a una perturbación de esa relación.

La consideración sagrada de diversos elementos del paisaje está presente en los sistemas religiosos de la Antigüedad. Los vocablos ‘álsos’ y ‘lucus’ designan en griego y en latín al bosque sagrado como espacio primordial y morada de la divinidad. El poeta Marcial, nacido en Bilbilis, alude al encinar sagrado de Buradón en la Celtiberia, y en la vertiente aquitana de los Pirineos se han conservado inscripciones dedicadas al ‘Dios Haya’ o a los ‘Seis Árboles’.

Hace un par de semanas, El Roto, una de las mentes más lúcidas en el análisis de la realidad, dibujaba una viñeta en la que se ve a un individuo con hacha sobre un gran tronco de árbol acabado de cortar, diciendo: "¡Nadie nos expulsó del paraíso! ¡Lo talamos!". Los Raji, habitantes de los bosques que afrontan una deforestación extrema en la frontera entre la India y Nepal, han dicho: "Antes sabíamos dónde estaban los dioses. Los dioses estaban en los árboles. Pero ya no hay más árboles".

Frente a una dicotomía entre humanidad y naturaleza criticada a las religiones bíblicas, buena parte de las cosmovisiones ven el mundo natural como poblado por espíritus con los que es necesario cultivar relaciones de respeto. El ‘Genius loci’ latino es el numen tutelar que mora en el lugar y lo protege. El taoísmo no contempla distinción ontológica entre el hombre y la naturaleza, y el sintoísmo tampoco establece diferencias ontológicas entre los humanos, la naturaleza y los dioses. Hasta el arquitecto Frank Lloyd Wright decía que una casa no debe estar nunca sobre la colina, sino que tiene que formar parte de ella.

En la antigua Roma el prodigio es un fenómeno que sobrepasa lo natural y que anuncia un peligro. Tales fenómenos, entre los que se citan plagas y pestilencias, expresan una ruptura de la paz con los dioses y manifiestan la ira divina por la transgresión del orden cósmico. Sin la divina presencia protectora, los elementos caóticos primordiales intervienen para traer el infortunio a los humanos: hay que restablecer el cosmos ordenado a través de ritos expiatorios para atraer a los dioses y lograr que regresen a sus sedes.

La actual pandemia parece otra consecuencia de la intervención excesiva del ser humano en un ecosistema delicado, cuyos efectos se notan en el cambio climático, la acumulación de residuos, la crisis de la biodiversidad, la devastación de las poblaciones indígenas o los modelos insostenibles de consumo. Pero esa violencia contra la naturaleza se está volviendo en contra del hombre.

Una de las variantes más antiguas del diluvio universal, el antiquísimo mito mesopotámico que remonta al segundo milenio antes de la Era, habla del enfado de los dioses ante el desordenado crecimiento de los humanos, que provocan una algarabía insoportable. La solución fue enviar un diluvio para acabar con la superpoblación y la opresión que los humanos ejercían sobre la tierra.

Podría decirse que el coronavirus es una forma de diluvio que afecta a todo el planeta por vez primera en la historia, y denota, como los antiguos prodigios, la retirada de los dioses del mundo. El problema que se plantea ahora es cómo atajar este desorden en un mundo hipercomunicado digitalmente, pero en el que, paradójicamente, las personas están cada vez más aisladas. El estrechamiento de manos (‘dextrarum iunctio’) era mucho más que un saludo en la cultura romana: era la expresión del pacto, de la buena fe (fides) y de la concordia. Las circunstancias actuales no permiten darse la mano. Esperemos que cambien pronto: hay que construir una serie de rituales comunitarios para lograr la vuelta de los dioses y disminuir en lo posible esta intrusión de una alteridad invisible y caótica.

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión