Por
  • Andrés García Inda

Recordar el presente

Opinión
Recordar el presente.
KRISIS'20

Leer a veces es como pasear por el campo. Vas andando y disfrutando del paisaje y solo al volver a casa te das cuenta del barro en los zapatos, o de que la ropa está cubierta de esas pequeñas hojas o frutos que se nos adhieren sin remedio. Uno se deleita en la finura y sencillez del lenguaje al conocer el nombre de algunas de esas plantas, cuyos apelativos combinan a la perfección el realismo y la ironía. Es por ejemplo el caso del arrancamoños, o la azotalenguas, a la que el lenguaje popular bautizó también, con somarda tino, como ‘amor de hortelano’.

Como si fuera una de esas espiguillas cariñosas, leyendo hace meses el último libro del poeta Álvaro Petit se me quedaron enganchados dentro –y ahí siguen– un par de versos, de los que además sale el título de la obra: "Será esperanza que aún me duelas, / después de tanto tiempo". No hay memoria ni esperanza sin dolor, viene a decir el poeta, como pensaba también Nietzsche, para quien solo lo que de algún modo duele permanece en el recuerdo. Con los años nos hacemos más conscientes de ello a un nivel incluso fisiológico, ya que caemos en la cuenta de la existencia de alguna parte de nuestro cuerpo solo cuando empieza a incomodarnos. Porque además, aunque sea distinto el dolor, no molesta únicamente el recuerdo de los malos momentos, sino también la nostalgia de los buenos; no solo araña la evocación del fracaso, sino la añoranza del éxito.

Hay quienes, como el filósofo alemán, defienden por eso la necesidad de olvidar. Lo contrario sería lo propio de los pueblos o los individuos dispépticos, incapaces de digerir los acontecimientos. Pero una buena digestión implica también una buena nutrición; conlleva asimilar de la experiencia personal y colectiva la sustancia necesaria para alimentar y sostener la vida. Por eso la memoria virtuosa vendría a ser algo así como el justo medio entre esos dos defectos o vicios: la indigestión y la desnutrición. Y las políticas de la memoria deberían ayudar a guardar ese equilibrio, conservando el recuerdo del pasado sin convertirlo en lastre o rémora que nos impida vivir el presente y mirar libremente hacia el futuro.

Sin embargo tales políticas suelen a menudo derivar en otra cosa. Para el poder la memoria siempre ha sido una fantástica herramienta de ingeniería para intervenir en la realidad social y modularla a su antojo. Y lo hace –como señaló Todorov en ‘Los abusos de la memoria’– tanto mediante el olvido o la supresión de la información, como mediante la sobreabundancia y la distorsión, estimulando el victimismo y el resentimiento, anclándolos en alguna suerte de acontecimientos pasados, reales o imaginarios. En unos casos se trata de esconder o ensordecer el dolor actual, por ejemplo apartándolo de las portadas y sustituyéndolo por una buena salva de aplausos y una comedia de situación en ‘prime time’. En otros se trata de inducir o señalar un dolor diferente, sea real o ficticio, que nos haga olvidar o minimizar el presente. Así, en una especie de alzhéimer político –lo último que pasa es lo primero que se olvida–, la preocupación o el dolor inducido por el pasado más remoto acaba ahogando la conciencia o el dolor espontáneo del presente o el pasado más inmediato.

Algo así ha ocurrido con algunas de las políticas sobre la memoria, dedicadas a recrear ucronías inexistentes y a convertir la memoria de la historia en un memorial de agravios, alimentando la conciencia de viejas deudas para conseguir el crédito de quienes ahora pudieran sentirse acreedores. El profesor Ángel Garcés Sanagustín ha analizado con profundidad y rigor crítico algunos ejemplos en su último libro: ‘El Derecho de la Historia: memoria democrática y derechos históricos’, de muy recomendable lectura. Garcés muestra ahí cómo en nuestro país la inicial ‘memoria histórica’, asentada en datos y propuestas razonables, dio paso a una ‘memoria democrática’, en la que los aspectos políticos del presente prevalecen sobre la consideración histórica del pasado; y acabó derivando en una ‘memoria beligerante’, caracterizada por el sectarismo y el maniqueísmo, en la que "el relato propagandístico prima sobre cualquier otra concepción".

Dicho en otros términos, en manos de la política, la memoria puede convertirse paradójicamente en un eficiente instrumento para fomentar el olvido. Y en tal caso el desafío fundamental de una ciudadanía democrática consiste en, sin ignorar el pasado, recordar el presente.

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