Miedo, distancia y libertad

Opinión
'Miedo, distancia y libertad'
KRISIS'20

El miedo a morir es peor que la muerte misma. Convierte la vida en sombra, en un sinvivir paralizante, atenazado por lo que vendrá. Ese miedo traduce la vida en aprensión. Se exacerba cuando carece de esperanza. Por mucho que brille el sol, torna la luz en oscuridad y nos sumerge en la trampa de la angustia. El miedo es una respuesta personal e intransferible a lo que nos rodea. Por eso mismo, también está condicionado, construido y modelado por la sociedad. En este punto, como en otros, es muy difícil escapar de las percepciones colectivas, por triviales que sean. Es muy complicado ir contracorriente y mucho más cambiar la interpretación del miedo construido socialmente. El miedo en su distintas versiones, sea como temor, fobia o terror se utiliza como arma política y de control social. El miedo a la muerte violenta está en la base del contrato social donde cedemos libertad a cambio de seguridad. Nos dejamos en manos del Leviatán, del frío monstruo del Estado que habla en nombre del pueblo, en nombre de cada uno, porque dice saber lo que nos conviene y debemos hacer. El miedo tiene efectos políticos, sociales y económicos. Pero sobre todo es un asunto de conciencia personal.

Por un lado, el miedo es un mecanismo de adaptación ante las circunstancias que activa respuestas de protección y defensa. Por otro, es una pasión perturbada, una emoción que modifica nuestra fisiología. El miedo corta la digestión, produce cambios corporales y, o bien nos paraliza o bien nos hace huir. Incluso anula nuestra capacidad para discernir lo que tenemos delante: es un eximente del delito y de la desproporción. Por ejemplo, si se tiene fobia incontrolable a los perros, un caniche resulta tan amenazador como un león enfurecido. Y si se ha sufrido un accidente de tráfico traumático, se activa el pánico al coche de forma difícilmente remediable. Como el gato escaldado, que del agua fría huye. El miedo es una de las cuatro experiencia primitivas que compartimos con el resto de los animales. Miedo, ira, dolor y hambre nos cambian el cuerpo y la conciencia. El peor de los efectos es el miedo a la libertad, pero no el único.

El miedo a enfermar es tan nocivo como el miedo a ser libre y correr el riesgo de decidir. Nadie quiere perder la salud porque es abrir la puerta del dolor y de la muerte. Cuando trasciende la dimensión individual, se convierte en un problema social. Hay quien prefiere ser sujeto pasivo, padecer antes que actuar, prefiere abatirse y dejarse llevar antes que pensar. El antídoto es la virtud, como fuerza e integridad de la voluntad, que llena de bondad la vida y aporta valor a lo que se respira. Algo a tejer con abundantes dosis de prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Superar el miedo no es caer en la temeridad y obviar los efectos de lo que hacemos. Necesitamos discernir mejor lo que queremos, podemos y debemos hacer sabiendo que para ello hemos de conjugar tres verbos confiar, esperar y amar. Lo insustituible es la conciencia personal para obrar en consecuencia.

El virus SARS-CoV-2 nos ha traído la pandemia covid-19. Para superarla nos han llevado al estado de alarma y nos han confinado. Nos han separado de los nuestros. Hemos renunciado, entre otros asuntos, a la libertad de movimiento y reunión para recuperar la salud pública. Ahora es tiempo de exigir lo que es propio: la libertad. No van a ser días fáciles. Nos queda mucho por aprender y conocer. Para cuidarnos mutuamente tendremos que buscar mecanismos de seguridad compartida. Entre ellos mantener distancia física que evite contagios. Pero también vigilar la estupidez de quien dicta normas estúpidas. Hemos de estar más próximos socialmente, pensando y construyendo juntos. Si no multiplicamos nuestras redes de apoyo mutuo no saldremos de ésta. Nos necesitamos cercanos, más prójimos y menos alejados. Cuando las condiciones obliguen, pondremos mascarillas y guantes, pero quitemos las máscaras a quienes se erigen en vigilantes de lo que debemos o no debemos hacer. Somos responsables de nuestra libertad. No la regalan, la tenemos que defender. Distanciarnos socialmente no es una solución inteligente, cuidarnos y ser corresponsables de cómo convivimos, sí.

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