Desde que empezó la epidemia de Covid-19 se suceden las noticias sobre vacunas. Discrepo con la terminología utilizada cuando dicen que unos investigadores han “descubierto” una vacuna. Las vacunas ni se descubren, ni se encuentran. Las vacunas se desarrollan y son fruto de una investigación ardua y constante.

Quizás en el colegio les contaron que en 1796 Edward Jenner descubrió, casi por casualidad, la vacuna contra la viruela al ver que apenas padecían la viruela los granjeros que tenían vacas con una enfermedad similar. Nada más lejos de la realidad.

La inoculación cutánea controlada del virus de la viruela humana se denomina variolización. Era una práctica habitual en Turquía en el siglo XVII y desde allí se extendió por Europa a principios del siglo siguiente.

Desde mitad del XVIII varios médicos europeos observaron la inmunidad cruzada con la viruela bovina, y usaron la misma técnica con éxito. Jenner dedicó gran parte de su vida a investigar la variolización heteróloga (con virus bovino) que minimizaba los riesgos de la variolización homóloga (con virus humano). Fueron 28 años de investigación acumulada hasta poner a punto la técnica y validar su eficacia.

Con la demostración de la teoría germinal de las enfermedades infecciosas en la segunda mitad del siglo XIX, Louis Pasteur sentó las bases para desarrollar y evaluar vacunas. Los avances científicos en microbiología, inmunología y biotecnología permiten ahora diseñar rápidamente multitud de vacunas candidatas. Pero para evaluar su seguridad y efectividad se necesitan muchos estudios que pueden retrasar años su comercialización. Esta epidemia debe controlarse asumiendo que la vacuna tardará en llegar, o que no llegue nunca.

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