Parar el viento

Opinión
'Parar el viento'.
POL

El viento se lleva lo que no arraiga; en ocasiones, arranca lo que parecía seguro. Es un ir y venir, hasta que descansa. Entonces, la tierra presta la oportunidad, pero hace falta tocar suelo. Ahí, la inercia se detiene –por cierto, frene y lo notará–. Es posible parar, como una semilla. Así, a poco que las circunstancias acompañen, si llega el agua necesaria, la simiente germinará. Con algo de sol y de calor, las raíces se convertirán en tallo. El tallo expresará sus hojas. Y con suerte, crecerá hasta dar el fruto que corresponde a eso que encontró ese rincón donde pararse.

Parece simple, pero cuanto más se ven pasar los años más misterioso se hace. Y no tanto porque las explicaciones no existan, no tanto porque las ciencias propongan incontables teorías y ‘demostraciones’ ad hoc para contrastar cómo la expresión de un genoma se convierte en fruta o en grano. No es eso, no. Ni la más robusta noguera, ni el más frágil trigo, ni esas margaritas que vuelven cada primavera se escapan a la dinámica de la Vida. Y eso es lo complicado de entender y de explicar.

Cuánto más hondas son las preguntas y más minuciosas las respuestas, más se confirma la dificultad para comprender el principio de las cosas. Hay un punto donde se llega a lo indecidible. A eso que obliga a dar un salto y sentir el vacío de la responsabilidad con la respuesta. No es sólo racional. Es una sensación que se experimenta con todo el cuerpo. Se siente el límite de uno mismo, en relación con el mundo, con el cosmos. Por mucho que mi mente escudriñe la lógica de las palabras, por mucho que quiera prescindir de los límites, el cuerpo constriñe lo que se es y se siente. Cabe obviar la condición corporal; pero la mente, el pensamiento, las más de las veces inconsciente, está ahí encarnado. Buscando metáforas para explicar, con las palabras que nos prestaron, eso que se hace inefable y difícil de aprehender. Eso que se expresa en una misma rama del árbol, con hojas verdes exultantes y otras secas a punto de caer… para que se las lleve el viento.

Es posible hablar incansablemente, intentar innumerables argumentos. Hay un momento donde al callar se confirma que lo esencial se escapa. Se escabulle. Porque lo esencial es inefable. Sólo nos acercamos por analogía, sintiendo cómo las palabras que permiten pensar se engarzan con el cuerpo que soy y tengo. A medida que cambia, también cambia mi capacidad de razonar e imaginar. Pero también de sentir. Las emociones modifican la percepción, porque el cuerpo –que soy y tengo– también lo limitan el viento, el agua, la tierra y el fuego. Eso, que está más allá de la piel, hace que las emociones traben los sentimientos. Y estos son la manera personal de interpretar lo que soy y vivo.

Al sentir se transforman las emociones, los pensamientos y las horas. Entonces es posible resonar, vibrar con el mundo… y pensar. Pensar, preguntar y expresarse como las tres notas de un acorde que nos convierten en una campana. Sola y conectada de manera ineludible con quienes tengo y quiero. Sea físicamente, al lado o en la memoria. Si busco encuentro una voz que se mantiene repitiendo el arpegio de lo que soy, mientras con mis silencios recorro buscando más palabras. Somos campanas que se conmueven con los sentimientos propios, pero también con las voces ajenas. Las cosas y las palabras que no importan se desvanecen. Y el viento las arrastrará. Aquellas que pesan, con densidad suficiente, siguen, dispuestas para identificarse y emocionarse con lo esencial de la vida.

De mi madre he aprendido esa empatía con la vida y con la debilidad. He sentido de su mano y con su palabra, cómo transformar las penas en esperanza y el dolor en oportunidad. Nunca ha justificado el sufrimiento ni tolera el abuso, sabe que la única libertad es la de aceptar y aceptarse, pese a los contratiempos. Por eso, hace de la ternura esa compañera inseparable de la compasión. Y sabe bien que la compasión es hermana de la simpatía. Ambas comparten las mismas raíces, ambas son fruto de una comunidad de sentimientos. Cuando las cartas vienen mal dadas, es el momento para transformar la ira en serenidad, el orgullo en humildad, es el momento para perder la razón y ganar en esa compasión que levanta del sofá y lleva a parar el viento y traer el Sol, para que otros puedan disfrutar de lo que uno ama.

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