Por
  • Horacio D. C. Altieri

Vidas apantalladas

Ordenador, internet, internauta
'Vidas apantalladas'.
HA

Confinar, de ‘con-finis’, se refiere al límite común de un terreno, es decir, se refiere a la vecindad. Confinamiento significa marcar una línea que separa pero que, por eso mismo, también une. La línea señala la distancia social, el encierro, lo privado, o sea, lo que se priva, lo que despoja de los otros. El confinamiento de estos días nos privatiza de estar corporalmente con otros. Del trabajo y el estudio en espacios comunes, de los bares de la noche y las terrazas de primavera, de los besos y los abrazos. Sin embargo, a la mayoría no nos ha llevado al aislamiento (convertirnos en islas) porque teníamos otro modo de encontrarnos: redes sociales digitales, ‘streaming’, teletrabajo, educación ‘online’.

La pandemia está demarcando de manera profiláctica el espacio de las interacciones corporales y el espacio de las interacciones apantalladas, es decir, relaciones protegidas por las pantallas (de móviles, tablets, ordenadores y televisores). Las pantallas se han revelado como un modo saludable de interacción para el trabajo, la educación, el entretenimiento y la comunicación. Estamos siendo obligados a dejar bien clara la línea que separa y segrega los nuevos espacios digitales. Cuando la tormenta pase y se retiren las aguas del diluvio quedará una sociedad fuertemente mediatizada en la que los agentes económicos apostarán de manera definitiva por el trabajo y la educación ‘tele’ (a distancia), ‘móvil’ (deslocalizado), ‘online’ (mediante redes), ‘digital’ (con lenguaje ‘software’).

La demarcación de los nuevos límites entre la interacción corporal y la apantallada tiene, entre sus puntos débiles, uno tecno-económico muy potente: la energía eléctrica y la capacidad de los cables y canales de las redes. Y la batalla por ello se puede beneficiar de uno de los aprendizajes políticos más importante de estos días: el papel de un Estado fuerte. La crisis pandémica está demostrando que un Estado fuerte y responsable de sus ciudadanos es mucho más eficiente que la mano invisible privatizadora y neoliberal.

La administración de nuestra Casa Común, la Tierra, está en un punto crítico y estos días estamos descubriendo, como también lo vimos en las intervenciones del Estado en la crisis del 2008, que no basta con encerrarnos en nuestras casitas familiares y que las manoplas egoístas y cortoplacistas de la economía actúen libremente. La energía y los alimentos, por ejemplo, se manifiestan como problemas para ser resueltos por todos teniendo en cuenta el bien común y el largo plazo, en la búsqueda de una ética del cuidado del otro.

Como toda nueva demarcación queda un afuera: los ancianos, los pobres, los enfermos. La situación más simbólica y desesperante son los miles de ancianos que estos

días mueren en soledad. Ellos sí, aislados. Solos. Sin una mano que les dé el último apretón cariñoso para acompañarlos en su despedida. Las pantallas no llegan, no llegaron a cubrirlos.

Confinar también se relaciona con ‘afinidad’, el afín, el que comparte límites, sentimientos, pareceres. La pantalla tiene un riesgo muy peligroso: la falta de empatía. Que se nos caiga una lágrima por los niños que mueren de hambre o por los inmigrantes muertos en el Mediterráneo no significa hacer algo por ellos. La empatía pertenece al orden de la corporalidad y será un desafío poder desarrollarla en el nuevo mundo mediatizado que se inaugura de manera definitiva con esta pandemia. Se transformará la convivencia, la existencia con otros, y estaremos viviendo a través de las pantallas.  

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