Por
  • Carlos Martínez de Aguirre

¿De quién son los hijos?

Opinión
¿De quién son los hijos?
HERALDO

¿De quién son los hijos? De nadie: ni de sus padres, ni del colegio, escuela o instituto, ni de los profesores, ni del Estado... Y sin embargo, en español decimos ‘soy hijo de’ (como también decimos ‘soy padre, o madre, de’): esa expresión no denota propiedad o dominio, sino, en principio, la peculiar relación de procedencia biológica que llamamos filiación; se refiere también a la traducción legal de esa relación y, en ocasiones (minoritarias, pero significativas), solo al vínculo legal, sin fundamento biológico (por ejemplo, en la adopción).

Este segundo ‘ser hijo de’ tiene consecuencias importantes: son los padres quienes están obligados a prestar asistencia de todo orden (material, afectivo, moral, intelectual) a sus hijos. Padres y madres cuidan, protegen, enseñan a sus hijos, y les atienden personalmente (¿hará falta mencionar las casi tópicas horas en vela, cuando enferman?) y también económicamente, muchas veces con un notable esfuerzo y sacrificio: nada de eso o con esa intensidad y duración hacen, por cierto, los colegios, los profesores o el Estado. Este deber de los padres aparece consagrado tanto en textos internacionales de derechos humanos (por citar uno, en el artículo 18 de la Convención de Derechos del Niño de 1989) como en nuestra Constitución (artículo 39.2).

Dentro de la responsabilidad de los padres se incluye la obligación de educar a los hijos, y darles una formación adecuada: incumbe, por tanto, a los padres, quienes para cumplir este deber tienen (tomo las palabras prestadas del artículo 26.3 de la Declaración Universal de Derechos Humanos) "derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos", lo que en el caso español incluye "el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones" (artículo 27.3 de la Constitución). De nuevo, no son el Estado, los profesores o los colegios quienes tienen esos derechos, sino los padres; pero hay que añadir inmediatamente que los tienen no en su propio beneficio, sino para poder cumplir adecuadamente sus deberes como padres.

Demos un paso más adelante. Es claro que los ciudadanos tienen legítimamente opiniones diferentes en muchas materias; algunas de ellas tienen que ver con la educación: por ejemplo, las relativas a la moralidad, o a todo lo que rodea la sexualidad humana y sus manifestaciones. Así, hay quien piensa que solo es moralmente correcto tener relaciones sexuales dentro del matrimonio, quien piensa que no hay problema en tenerlas dentro o fuera, y quien opina que mejor siempre fuera... Todas estas opiniones están amparadas por la libertad ideológica y de opinión, con los únicos límites que derivan del respeto a la dignidad de las personas y a sus derechos fundamentales. Esta pluralidad, que los poderes públicos deben respetar, se manifiesta también en el campo de la educación, de forma que corresponde a los padres el derecho a elegir para sus hijos la educación más acorde con sus principios, y a rechazar imposiciones educativas que sean contrarias a ellos: y lo hacen no porque piensen que los hijos son de su propiedad, sino porque piensan legítimamente que esos principios son los que mejor garantizan el correcto desarrollo de la personalidad de sus hijos. Y eso es lo que protegen tanto la Constitución como los textos internacionales de Derechos Humanos: los instrumentos legales mediante los que todo ello se garantiza pueden ser diversos, y el famoso pin parental (¡horrendo nombre!) no pasa de ser uno más, y quizá no el más afortunado (aunque no está de más señalar que para ir de excursión con el colegio también hace falta permiso parental, y a nadie le extraña...).

Una última idea: todo lo que queda dicho nos protege a todos. A los que ahora son partidarios, y a los que no lo son: ¿qué pasaría, por ejemplo, si en el gobierno estuviera Vox y las actividades escolares complementarias fueran diseñadas conforme a lo que piensa Vox? También en ese caso los padres discordantes podrían ampararse, con razón, en estas mismas reglas, que al final lo que garantizan es la libertad y la pluralidad propias de una sociedad libre. Pero quizá sea ese el problema...

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