Por
  • Julio José Ordovás

Saltar la tapia

Opinión
Saltar la tapia.
Pixabay

En una de mis primeras camisetas, que mi madre, que lo guarda todo, todavía conserva en algún armario, se ven, ya muy descoloridos, dos oseznos y un niño indio. Se llaman Jackie, Nuca y Senda y eran los protagonistas de una serie japonesa de dibujos animados que, como tantas otras, explotaba la orfandad.

La orfandad es una argucia narrativa recurrente en los relatos infantiles, tan dados, desde Dickens, a los colorines sensacionalistas, al adoctrinamiento risueño y a la moralina lacrimógena.

Simba es huérfano de padre y Bambi de madre. Blancanieves no solo es huérfana de madre sino que sufre a una madrastra maligna y demente. Cenicienta sufre a otra madrastra diabólica y a dos hermanastras peores que las víboras. Heidi se cría con su abuelo, un viejo bonachón, en unas vacaciones eternas. Tom Sawyer se cría con su autoritaria tía Polly. Huck Finn es huérfano de madre, sufre a un padre borracho y extorsionador y recibe los cuidados asfixiantes de la viuda Douglas. Mowgly se cría felizmente entre animales. Marco, con la única compañía de su mono Amelio, afronta un viaje tan largo como lleno de penalidades con el objetivo de encontrar y salvar a su madre enferma.

También los niños huérfanos estaban cercados por una tapia de normas sombrías y de prohibiciones absurdas, pero como no estaban sometidos a la vigilancia de unos padres policía, ellos sí podían saltar la tapia, traspasar los límites y vivir peligrosamente.

¿Qué era la realidad? ¿La tapia que impedía ver el descampado que había detrás o el descampado visto desde el borde de la tapia?

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