Por
  • José María Gimeno Feliu

El cerebro ejecutivo

Las instituciones deben cuidar y mejorar su 'cerebro ejecutivo'.
Las instituciones deben cuidar y mejorar su 'cerebro ejecutivo'.
POL

Mi buen amigo Paco Caro, con su gran inquietud intelectual, me ha aportado la idea para la opinión que se contiene en estas líneas. Su reflexión gira en torno a la importancia de la evolución de las personas hacia un cerebro ejecutivo (elegir objetivos, elaborar proyectos y organizar la acción), y cómo esos parámetros pueden ser, igualmente, aplicados a la sociedad y a las instituciones, en especial a los elementos de control, con el fin de evitar, como indica E. Goldberg en relación a las personas, un comportamiento caótico, desorganizado, asocial e incluso criminal.

Las instituciones públicas y privadas deben trabajar y mejorar su ‘cerebro ejecutivo’, aprendiendo a planificar, seleccionar objetivos posibles y determinar estrategias de acción efectiva y realista. Y lo que es más importante, a establecer mecanismos de control que dificulten desviaciones de esos objetivos.

El primer mecanismo es el autocontrol institucional (y la responsabilidad por los errores), sin necesidad de acudir a los sistemas judiciales, que deben ser la última ratio. El autocontrol exige mecanismos independientes y con ‘auctoritas’ para detectar e impedir que una conducta o decisión ‘irregular o inapropiada pueda ser consumada. En esta línea, pueden situarse los sistemas corporativos de ‘compliance’ (cumplimiento normativo) o los recursos administrativos especiales independientes. 

Para el autocontrol institucional es igualmente necesario el ‘recambio’ de quienes ostentan competencias políticas, por lo que son necesarias normas claras que eviten la institucionalización de una persona en dichas funciones. Así, la regla de los dos mandatos que existe en muchas organizaciones debería imponerse como medida de regeneración democrática, en tanto lamina la opción de crear redes clientelares.

Igualmente son necesarios sistemas de responsabilidad que inciten a un adecuado cumplimiento, evitando decisiones irresponsables cuyos efectos negativos luego son soportados por la ciudadanía. Sirva de paradigma la crisis bancaria en España, que obligó a una importante intervención pública mediante ayudas públicas (aun no devueltas) para ayudar financieramente a varias cajas y bancos, derivada de una gestión claramente cuestionable. Un sistema de ‘bail in’ (mecanismos de asunción de responsabilidad propios, como pueden ser fondos específicos costeados por los agentes del sector) podría haber dificultado o frenado esas ‘desviaciones’ y, en todo caso, habría obligado a una mejor corresponsabilización de las instituciones financieras.

Por supuesto, es imprescindible el autocontrol personal, lo que exige una mejor educación en valores y en el significado de los principios jurídicos o regulatorios aplicables, para que el estándar ético sea el más elevado posible. Los códigos éticos son una buena herramienta, pero también el correcto ejercicio de la responsabilidad disciplinaria ante actitudes o actuaciones indebidas, evitando que un malentendido corporativismo tienda a ocultar o consentir dichas disfunciones. Para ello, una mejor y mayor profesionalización de empleados públicos y privados, con capacidad de servir de freno ante posibles inercias a ‘desviarse’ es una exigencia ineludible (lo que aconseja ‘despolitizar’ la Administración pública).

Por último, la coherencia de nuestros políticos (también de los medios de comunicación) para aplicar el mismo criterio al margen de cuestiones partidistas es imprescindible para la credibilidad del modelo de convivencia, pues la respuesta ante una misma situación -por ejemplo, con casos de corrupción o de conflictos de intereses- debe ser coherente y nunca puede ser a la carta (cuánto camino por recorrer en esto último). 

Implantar un cerebro ejecutivo funcional en nuestras instituciones, públicas y privadas, exige el diseño de una arquitectura de autocontrol independiente, equilibrada y bien estructurada que haga del compromiso ético responsable y de la transparencia en la adopción de decisiones, más allá del compromiso formal de las normas, su seña de identidad. La indolencia, la indiferencia, la manipulación de los hechos o la autocomplacencia (al igual que sucede con las personas en su etapa de formación o crecimiento) ponen en riesgo las propias políticas públicas del país y el correcto funcionamiento de nuestro modelo institucional. Ojalá que nuestros responsables políticos sean capaces de liderar este objetivo. Feliz 2020.

José María Gimeno Feliu es catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de Zaragoza

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