Escenas paralelas

Opinión
Niño viendo la tele
Pixabay

Una escena transcurre en la habitación principal de la casa. Dos niños ven la televisión tumbados en sendos sofás de tres plazas. Un rato antes, en la misma estancia, ambos merendaban opíparamente, sentados a una mesa que ahora habitan piezas de puzle, una baraja medio desparramada, cromos refulgentes y una parte de un cohete, del que no se sabe si es proyecto o vestigio. De vez en cuando, una cabeza adulta se asoma a la puerta, procurando no parecer vigilante, y se cerciora de que los chicos no vean más contenidos dañinos que los inevitables de los anuncios dirigidos al público infantil.

La otra escena tiene lugar en la cocina. Allí regresa la cabeza espía, uniéndose a otras tres personas adultas, cuyos cuartos traseros descansan rebosantes sobre taburetes, en torno a una mesa plegable de formica grisácea. No hablan, susurran, pues no quieren ser oídas, y sí, en cambio, estar en disposición de escuchar el menor requerimiento de los niños, o sus pasos, en el caso de que acudan por alguna urgencia.

Aunque con aparente permiso parental, la escena infantil se desarrolla libérrimamente. La reunión adulta, en cambio, es clandestina. Por una parte, porque no procede que los niños oigan lo que los mayores dicen de ellos, asunto principal del orden del día. Por otra, porque quienes asisten temen recibir la acusación de estar criando seres con baja resistencia a la frustración, señores del salón y servidos como sátrapas. Cuando alguien cierra la puerta de la cocina con sigilo, abre la ventana, se asoma al frío patio interior y enciende un cigarrillo, lo clandestino pasa a ser delincuencia.

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