Sherlock
Durante un tiempo me dediqué a ver películas de Sherlock Holmes en blanco y negro interpretadas por Basil Rathbone. Nigel Bruce hacía de doctor Watson. Espléndido ese contraste entre un Holmes tenso y dramático y un doctor Watson un poco tontorrón, siempre a remolque de los acontecimientos. Ya sé que eso viene ocurriendo desde el año 1605, cuando tuvimos noticia de la existencia de don Quijote y Sancho Panza. Pero para mí hay una diferencia: yo veía las películas de Basil Rathbone interpretando a Sherlock Holmes porque me recordaba a cuando las veía de niño con mi padre, sentado a su lado en el sofá, a veces incluso encima de él porque me moría de miedo, aunque también de felicidad. Ya podían poner el caso de los dedos cortados o el de la garra escarlata, me daba igual que una dama se vistiera para matar o que se escuchara la voz del terror, que yo me sentía a resguardo. Tan importante es recordar una película como las circunstancias en que la vimos.
Eso vale también para los libros. Igual que uno quiere viajar una y otra vez a su ciudad favorita, porque durante un tiempo estuvo bien allí. Lo mismo que nos gusta ver a las personas a las que queremos, porque una vez, o muchas, muchísimas veces, estuvimos bien con ellas. Ver una película de Sherlock Holmes, leer ‘Los papeles póstumos del Club Pickwick’, de Dickens. Estar con quien quieres estar. Tan sencillo.