Por
  • Julio José Ordovás

Vidas auténticas

Cierzo y bajas temperaturas en Zaragoza
Cierzo en Zaragoza.
Sandra Lario

Noviembre es para mí un mes dostoievskiano, pues fue en noviembre cuando se conocieron Rogochin y el príncipe Mishkin. Su encuentro se produjo en el tren que hacía el trayecto de Varsovia a San Petersburgo. Tras el viaje nocturno, en los departamentos de tercera de aquel tren se veía a la gente cansada y aterida, trabajadores y pequeños comerciantes cuyos rostros macilentos reflejaban el color de la niebla que no permitía distinguir nada tras las ventanillas.

Me compré ‘El idiota’ en 1994, una tarde en la que Zaragoza no estaba cubierta por la niebla sino estremecida por el cierzo. Yo tenía dieciocho años recién cumplidos y al leer a Dostoievski me di cuenta de que todo aquello que nos habían impuesto, la llamada realidad de la vida, era un espectáculo sin ningún valor. Las vidas de los personajes de Dostoievski no es que fueran apasionantes. Pero eran auténticas y estaban escritas con honestidad, a diferencia de todo lo que me habían contado. Porque ni mis padres ni los profesores me habían dicho la verdad. El primero que me dijo la verdad fue Dostoievski.

Zaragoza no era San Petersburgo y ni mis amigos ni yo éramos personajes de Dostoievski, aunque habláramos como si lo fuéramos en nuestras filosóficas caminatas por la Romareda, un barrio que no se dejaba acariciar por nosotros. Una parte importante de nuestra juventud consistió en largos paseos y conversaciones interminables. Fumábamos tabaco barato y leíamos con fervor religioso a los clásicos rusos, pero no soñábamos con bellezas espirituales sino con ‘top models’ como Claudia Schiffer.

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión