Por
  • Andrés García Inda

Políticas de la arrogancia

Las declaraciones se van sucediendo en el juicio del 'procés'.
Análisis de la sentencia.
HERALDO

Leo a alguien decir que como no sabe Derecho no analiza jurídicamente ‘la sentencia’ (no hace falta decir de qué sentencia hablamos, ¿verdad?), pero que la decisión judicial está profundamente equivocada y por eso está en desacuerdo con ella. Es tanto como afirmar que como mis conocimientos de matemáticas son elementales no voy a discutir el tratamiento que se ha dado a un problema de álgebra, pero que me opongo frontalmente a la fórmula utilizada. Sí, ya sé que el Derecho no es una ciencia exacta como las matemáticas. Pero la comparación es una analogía. Y la analogía, como se sabe, no es una relación de semejanza sino una semejanza de relaciones. ¿Quiere eso decir que no podemos enjuiciar políticamente las decisiones judiciales? De ningún modo; el problema es que se niegue la posibilidad de enjuiciar jurídicamente los actos políticos.

Escucho por todos lados argumentar que ‘la sentencia’ no resuelve el conflicto social y político existente —lo cual es evidente, como sucede en general con las decisiones judiciales, que actúan ex post factum y no ex ante, como hace la política— sugiriendo que, por eso mismo, no debía haberse sentenciado. Es tanto como pensar que dado que el castigo de un criminal no va a devolver la vida a su víctima, aquel no debe ser condenado. Sí, ya sé que hablamos de otros delitos. Pero seguimos haciendo analogías, porque también en este caso se ha producido un enorme daño. La cuestión es si un crimen —sea el que sea, con arreglo a la Ley— debe quedar impune si su castigo genera malestar en un determinado sector de la ciudadanía, que considera o ‘siente’ que ‘no era para tanto’. La cuestión de fondo, dicho de otra manera, es si la percepción emocional de esos ciudadanos, convenientemente alimentada y espoleada a través de las instituciones y los medios, es la que debe decidir qué es un crimen, la que debe guiar en un sistema jurídico-político la interpretación judicial de los hechos y la ley. ¿No vieron en sus años de colegio ‘Matar a un ruiseñor’?

Leo en el artículo citado reconocer que la susodicha decisión judicial es el resultado del fracaso de la política, para a continuación insistir en que es necesario regresar a los cauces de la política: la política de la arrogancia, que al parecer tan buenos resultados nos ha dado. La ignorancia o la soberbia —o las dos cosas, porque generalmente suelen ir unidas— nos impiden darnos cuenta de que es precisamente la arrogancia de la política al margen de la ley la que nos ha traído hasta aquí. Frente a quienes insisten en el argumento de que no se puede ni se debe judicializar la política, hay que reiterar una vez más que la ‘desjudicialización’ de la política conlleva acabar con el Estado de Derecho. No hay verdadera democracia al margen de la Ley. La regla desnuda de la mayoría, sin el contrapeso formal y material del Derecho y de los derechos, se convierte en el mejor instrumento para la tiranía. Como escribía hace poco Juan Claudio de Ramón, "vivir en un Estado de Derecho significa no vivir bajo el arbitrio de nadie. Pretender que la política es una actividad privilegiada, extramuros de la jurisdicción de la justicia, con venia para desplegarse al margen de las leyes, es tanto como liquidar el pluralismo político, que sólo puede darse bajo un marco legal común y vinculante para todos". Con otras palabras, el problema no ha sido el exceso del Estado de Derecho sino su consentido defecto durante años y décadas.

Leo a un obispo decir que «estamos en un callejón sin salida, donde todos hablan de diálogo, pero donde nadie cede», y echo de menos por parte de los implicados (incluidos los clérigos) un poco más de examen de conciencia, en lugar de tanto análisis politológico y tanta apelación vacía al diálogo, convertido este, en el mejor de los casos, en un término huero y hueco, cuasimágico, una especie de abracadabra sin significado preciso; o reducido, en el peor de los supuestos, a un burdo subterfugio para encubrir y justificar la propia estrategia de huir hacia delante. Otro oxímoron típico de las políticas de la arrogancia: "exigir diálogo".

Como en la vida, cuando alguien está en un callejón sin salida un examen sincero debe empezar por reconocer que, salvo que quiera hacerse daño (o hacérselo a otros), la solución nunca puede ser seguir hacia adelante.

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