Por
  • Ignacio Peiró Martín

Ramón y Cajal

Santiago Ramón y Cajal, con su microscopio, en un autorretrato que se hizo en Madrid en 1908.
Santiago Ramón y Cajal, con su microscopio, en un autorretrato que se hizo en Madrid en 1908.
HERALDO

Coincidiendo con las Fiestas de El Pilar, se inauguró en el Paraninfo la exposición ‘Santiago Ramón y Cajal. 150 años en la Universidad de Zaragoza’. Todos los elogios de las autoridades fueron acertados pues, como se recoge en la espléndida muestra, el médico de Petilla, fue un avanzado de la dignidad del intelectual-universitario y un investigador que dirigió la Junta para la Ampliación de Estudios, el principal proyecto de modernización y europeización de la ciencia y la cultura nacional española del primer tercio del siglo XX.

En todo caso, ninguno de los discursos mencionó que pronto se cumplían los 85 años de su muerte. Y creo conveniente recordarlo, primero, porque su fallecimiento, el 17 de octubre, le evitó el dolor humano de asistir a las atrocidades de la Guerra Civil y a la tragedia intelectual de la destrucción de las dos obras maestras de su vida: la supresión hasta la raíz de la JAE y la práctica desaparición de la gran escuela de histología española. Y, en segundo lugar, porque a pocas horas del inminente traslado de los restos del dictador de su mausoleo, más que a las emociones de la memoria deberíamos recurrir a las razones de la historia. Por eso sería importante leer las memorias del general Latorre Roca, recientemente publicadas. Unos diarios escritos por un militar profesional zaragozano y franquista que no dudó en anotar sus más íntimas reservas acerca del caudillo (‘hombre de rencores sin tasa ni medida’), criticar las extremas violencias de la represión y denunciar los males causados por la prolongación de tamaña dictadura. 

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