Por
  • Julio José Ordovás

Quijote y Sancho

IND119216 Portrait of Miguel de Cervantes y Saavedra (1547-1615) 1600 (oil on panel) by Jauregui y Aguilar, Juan de (c.1566-1641); Real Academia de la Historia, Madrid, Spain; Index; Spanish, out of copyright IND119216
Miguel de Cervantes pintado por Juan de Jáuregui.
HERALDO

Hace ahora cuarenta años que comenzó a emitirse en TVE ‘Don Quijote de la Mancha’, la serie de dibujos animados en la que el Caballero de la Triste Figura se alzaba contra la calidez, el exotismo y el empalago de las series japonesas. Había una simpática rusticidad en aquellos dibujos que trataban de hacer digeribles para el estómago infantil las desventuras del famoso antihéroe y su escudero respondón. Sus colores no eran cálidos ni dulces, al contrario, daba la impresión de que habían sido pintados con pinturas Alpino, como las que usábamos en la escuela. La voz de don Quijote, que era la de un señor con tendencia al cabreo llamado Fernando Fernán Gómez, no podía ser más intimidante para los oídos de un niño. Y tanto el paisaje como el paisanaje de la serie se parecían mucho a los de mi pueblo. Además, las maldades de las que eran objeto don Quijote y Sancho, continuamente apaleados y apedreados por unos y otros, no tenían ninguna gracia en comparación con las gamberradas de Bugs Bunny. Por si esto fuera poco, la serie era excesivamente literaria, hasta el punto de que los personajes hablaban como actores de teatro. 

Se hizo una adaptación de la novela con escasa sensibilidad infantil, pero a mí me gustaba ya desde el inicio: aquel pueblo fantasmal, envuelto en las sombras azuladas de la noche castellana, donde se oye el canto de los grillos y solo se ve una luz, la que sale del ventanuco enrejado de un sótano en el que un hombre manco, con barba puntiaguda y cuello de lechuguilla, se lanza a escribir iluminado por una vela y mojando la pluma en el tintero.

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