El rey de Cataluña

Moneda de Renato I, pretendido rey de Aragón.
Moneda de Renato I, pretendido rey de Aragón.
HERALDO

En la ‘Tercera’ de ‘ABC’, un historiador Bruno Padín rememora la Guerra de Sucesión española de 1700, el gran conflicto internacional por el control de la planetaria corona de España y sus Indias. De cumplirse la voluntad del difunto Carlos II de Austria, el trono habría sido ocupado pacíficamente por uno de sus parientes, Felipe de Anjou. Ello hubiera inclinado la balanza del poder europeo del lado de Francia y su Casa de Borbón. Los estados rivales, con Inglaterra, Holanda y Austria en cabeza, apoyaron a un pariente distinto del rey español, un archiduque, hermano del emperador germano, llamado Carlos Francisco José Wenceslao Baltasar Juan Antonio Ignacio de Habsburgo. La historiografía lo llama, económicamente, ‘el archiduque’.

La guerra fue intercontinental y tan general que sus primeras batallas ocurrieron en las fronteras septentrionales de Francia, no en España. Transcurridos once años de la contienda sangrienta, el archiduque, por fallecimiento de su hermano, se convirtió en emperador de Alemania e ipso facto abandonó la lucha, dejando en la estacada a los españoles que lo habían defendido. Entre ellos, a muchos aragoneses, valencianos y catalanes. Esa larga y dura contienda europea fue, además, una guerra civil entre españoles: quienes preferían a Felipe de Anjou lucharon contra los que defendían a Carlos de Habsburgo. La duración del enfrentamiento produjo, además, cambios de bando. Zaragoza fue partidaria sucesivamente de uno y otro aspirantes y, contra lo que se dice, muchas poblaciones aragonesas apoyaron desde el inicio al futuro Felipe V. Otro tanto sucedió en Cataluña, escindida entre lealtades contrapuestas, discorde una vez más consigo misma.

Ser rey para ser conde

Padín asegura que si Carlos de Austria, el archiduque, hubiese ganado la guerra de Sucesión habría sido rey de España y de su imperio y que a Cataluña, "no le hubiese conseguido ningún privilegio nuevo. (...) El territorio catalán no significó más que un peón de su particular partida de ajedrez. De hecho, cuando se produjo la vacante del trono imperial en 1711 pasó a ser tranquilamente el emperador Carlos VI. Cataluña constituyó una anécdota de un conflicto internacional". Lo sorprendente es que el historiador Padín asegura que "tras su desembarco en Barcelona, fue nombrado rey de Cataluña". Dejando a un lado que los reyes no eran objeto de ‘nombramiento’, se ve que está infestado de esa lepra que, hasta hace poco, era exclusiva de catalanistas exaltados y separatistas con prisas, consistente en crear la dignidad de ‘rey de Cataluña’ para enmendar la plana al pasado, que es uno de los pasatiempos favoritos del nacionalismo, en general.

Aragón, Valencia y Cataluña fueron entidades políticas distintas, pero perpetuamente unidas. Desde el siglo XII fueron regidas incesante e ininterrumpidamente por la misma mano. En las tres, y no solo en Cataluña, hubo alzamientos y discordias políticas, que siempre costaron caras en vidas, sufrimientos, dinero y territorios. Así, la desastrosa guerra catalana de 1460, que fue también civil, estalló por la preferencia mostrada a un hijo del rey sobre otro. Fue un callejón sin salida y en diez años las instituciones rebeldes proclamaron nada menos que tres soberanos, todos ellos inviables: Enrique IV de Castilla (1462), Pedro de Portugal (1464) y Renato de Anjou (1466). Los insensatos hubieron de volver a Juan II (1472), a quien recibieron como bendición celeste tras haberlo combatido, tras un decenio de guerra y ruina. Salieron a una media de rey cada medio lustro.

Parecida cosa sucedió en la guerra de 1640, en donde el protector elegido insensatamente por los rebeldes fue Luis XIII de Francia (pacto de Ceret, 1640). Ese negocio arruinó, sin más, a Cataluña y costó a España la pérdida del Rosellón y la Cerdaña (1659). Un fiasco.

Pero ni siquiera estas rebeliones generaron ‘reyes de Cataluña’. El rey improvisado y aunque solo reinase sobre Cataluña o una parte suya, siempre acuñaba moneda como ‘rey de Aragón’. Hay pocas cosas más oficiales y fehacientes de la pretensión o estatus de un gobernante que su moneda. "Renato I por la gracia de Dios rey de Aragón" se lee en las del usurpador angevino. Tal es el modelo de letrero numismático de todos esos reyes fugaces, porque el de rey de Aragón era considerado el único título legítimo por las instituciones catalanas. El rey de Aragón era el único portador posible de la dignidad de conde de Barcelona.

Tampoco el archiduque se tituló rey de Cataluña, sino Carlos III de España. Estaba muy claro lo que se podía hacer y lo que no.

La memoria histórica, que a menudo bordea el camelo, ha implantado en el nacionalismo catalán la preferencia por los Austria frente a los Borbón. Pero lo cierto es que el último Austria, Carlos II, no reunió nunca las Cortes catalanas y, en cambio, es notorio que el borbónico siglo XVIII fue de gran florecimiento para Cataluña. Tienen que hacérselo mirar.

No es ni bueno ni malo: el rey de Cataluña nunca existió. Aunque lo diga la Tercera de ‘ABC’.

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