Friso, cornisa...

Spanish migrant rescue ship Open Arms is seen close to the Italian shore in Lampedusa, Italy August 16, 2019. REUTERS/Guglielmo Mangiapane [[[REUTERS VOCENTO]]] EUROPE-MIGRANTS/
El barco de rescate 'Open Arms'.
Guglielmo Pangiapane / Reuters

A veces pienso que vivo en medio de dos realidades, la mía en la que todo es relativo y medianamente feliz, donde el mundo es bueno de verdad, donde las columnas sustentan lo que deben, con su entablamento, friso, cornisa. Y la otra, la real, la retorcida como un muelle con las complicaciones de la mente humana. Mundos que veo en plumas envidiables que me van explicando de qué va esto, con Aloma Rodríguez recordándome que descubrimos tarde quiénes son nuestros padres, y me veo pensando en los míos queriendo un imposible, y en si mis hijos también querrán saber qué hay detrás de la señora que les da de comer. 

Cuando en sus líneas Agustín Sánchez Vidal me explica el significado de los muchos muros que levantamos. Muros inconcebibles en un mundo tan avanzado hoy en el que aún hay que seguir batallando por derechos fundamentales pisoteados cada vez que a una mujer se le humilla y degrada y agrede de mil maneras.

Muros hipócritas cuando denunciamos la situación del ‘Open Arms’, pero miramos a otro lado, rebotamos el problema o encogemos los hombros ante qué hacer con esos seres humanos.

Muros de impotencia en las cloacas de tipos como Jordi Pujol, que se creyó, y le hicieron creer por un puñado de votos (como Felipe González y José María Aznar), el hombre de Estado imprescindible en la España de los ochenta y noventa, que tuvo a los gobiernos comiendo de su mano, mientras cargaba las bases del secesionismo para poder seguir en su propio negocio: de momento son ya 290 millones de euros en cuarenta años de "prácticas corruptas".

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