Por
  • Felipe Zazurca González

El tiempo y las perspectivas

A veces, las grandes enseñanzas solo germinan con los años.
A veces, las grandes enseñanzas solo germinan con los años.
Krisis'19

Corrían las primeras semanas del año 1986. Madrid vivía un invierno frío, el entonces Príncipe de Asturias llegaba a la mayoría de edad y juraba la Constitución en las Cortes, el alcalde Tierno Galván fallecía tras rápida enfermedad y en el panorama musical reinaban Mecano, Los Secretos, Sabina y unos cuantos genios más.

Por entonces yo era un joven alumno de la Escuela Judicial. Habían sido largos años de oposiciones concluidos con éxito, no sin algún tropezón previo y doloroso. Nos tocaba apurar los felices días madrileños que precedían al primer destino en el que por fin nos enfrentaríamos en vivo y en directo con el ejercicio de la Carrera Fiscal. Se acababa la teoría y asomaban inapelables problemas que no resuelven los textos desarrollados en el programa de oposiciones, por amplio que este fuera.

Mi memoria me traslada a una tarde medio somnolienta de primera hora. Los 70 miembros de la promoción llenábamos una de las sencillas aulas del edificio que tantos años después sigue ubicado detrás de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense La clase le correspondía a un fiscal de pose serena, gafas de culo de vaso y hablar calmado; llevaba una amplia barba -que ahora es blanca- y mostraba un aire entre bohemio y revolucionario. El hombre no venía a hablarnos de la prueba en el juicio oral, los tipos de imprudencia o los artículos principales de nuestro Estatuto Orgánico. Nuestro veterano compañero quería filosofar, abrirnos los ojos… enfrentarnos con esas realidades que no se recitan ante un preparador o un tribunal de oposiciones.

Nos miró a la cara y afirmó que ante el próximo inicio de nuestro ejercicio profesional era bueno cambiar nuestros planteamientos. Observaba que los fiscales novatos teníamos una general tendencia a presentarnos ante cada caso con los códigos en la mano, la inflexibilidad por bandera y una irredenta aspiración a conseguir una condena a cualquier precio. Tal vez por eso, podía pasarnos desapercibida la condición de quienes teníamos delante: gente desdichada, marginados que en el fondo andaban más cerca del papel de persona maltratada por la vida que el de malo de la película. El ejercicio de nuestra profesión no podía limitarse al papel de acusadores, y observar la realidad diaria de juzgados y tribunales podía convertirse en acicate para asumir el compromiso de cambiar la sociedad.

Muchos no éramos más que jóvenes inexpertos, crecidos, entre algodones, con una educación conservadora e imbuida de influencias más bien maniqueas propia de la época. Las palabras escuchadas sonaban más bien extravagantes, como cantinela tendenciosa, ideologización peligrosa.

El tiempo es tozudo, y al cabo de más de treinta y tres años al pie del cañón, hace ya bastantes que he comprobado que José María, así se llama ese buen tipo que me había parecido casi marciano, tenía mucha razón. Siempre hay que ir con la legalidad en la mano, a veces no queda otro remedio que ser firmes y contundentes, pero cabe compaginar también la cercanía, enarbolar la legalidad con la humanidad y el respeto a todos como estilo de trabajo.

Muchas veces las grandes enseñanzas no vienen de los libros brillantes, de las lecciones magistrales, de los discursos excelentes, sino de comentarios que se posan en la memoria, aunque los desempolves al cabo de los años. Me temo que cambiar las cosas no es fácil, pero mientras queda ilusión por mantener un compromiso, sobrevive la juventud y la capacidad de soñar y desear la utopía.

Se trata de enseñanzas antiguas, pero no quedan trasnochadas. No tenemos siempre la razón, ni de lejos; no es bueno andar en un pedestal, y en este mundo de la Justicia corremos ese peligro. Y una manera de no andar poseídos de nuestras razones, de nuestros poderes, puede ser dejar de mirar lo propio y mirar al otro.

Lo escuchado aquella lejana tarde, me trae a la cabeza la necesidad de proteger al más débil: la víctima, el menor desatendido, la mujer agredida, los ciudadanos defraudados en su confianza… y también quienes no han conocido otra salida que el delito, quienes andan privados de libertad.

Dicen que el tiempo todo lo muda. No me atrevería a decir que todo, pero sí es cierto que la experiencia enseña, las canas matizan convicciones… y hasta las arrugas te vuelven no sé si más somarda o más maduro.

Felipe Zazurca González es fiscal jefe provincial de Zaragoza

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