Como el pez

Por la boca muere el pez, dice el refrán.
Por la boca muere el pez, dice el refrán.
F. P.

En mis tiempos de estudiante compartí piso con un colega guipuzcoano. Nos llevábamos un par de años. Él era más joven. ‘Euskaldunsarra’ de pura cepa. Callado y reservado como pocas personas he conocido. La convivencia era fácil y cómoda. Practicaba una interacción de mínimos basada en monosílabos y comedidas gesticulaciones, distribuidas entre hombros y rostro articulados según correspondiera. Todo fluía, porque al igual que sucede con un cuerpo sólido mientras no hay rozamiento, no hay fricción. Los#días pasaban sin más. Su ausente conversación, cuando no mutis total, inducía a pensar que compartía acontecimientos y acuerdos. En cierta manera, practicaba el silencio administrativo, dejaba pasar y pasar solicitudes, preguntas, propuestas… Hasta que un día la cosa cambió. Y por su boca salió una cascada de asuntos pendientes.

El silencio de meses se transmutó en algo más que un simple chaparrón. Se produjo una ciclogénesis explosiva. De súbito se sincronizaron palabras, gestos malcarados y voces que cambiaron la paz cotidiana en borrasca indómita, amplificando inusitadamente detalles que habían caído en saco roto durante el tiempo anterior. La inercia cotidiana se rompió de forma abrupta. Fue un choque radical entre la cálida y confortable dinámica diaria con un frente frío y huracanado salido de las más hondas emociones. Nunca supe con seguridad por qué estalló aquella tromba afectivo-emocional. Después de unos pocos minutos de expansión no hubo pie para preguntas ni para canalizar la tormenta y analizar las causas posibles. Tras esos vientos imparables para mí surgidos de la nada, volvió el silencio. Pero, a partir de ese día, ya nada fue igual; mejor dicho, descubrí otra perspectiva que ni había percibido.

Desde entonces me quedó claro que quien calla ni dice ni otorga. El silencio no se debe confundir con la complicidad ni con el asentimiento y menos con el acuerdo. Por eso la mudez, si no es resultado de una discapacidad debida a problemas de fonación, ha de tratarse con cautela. Es decir, cuando no hay causas físicas ni problemas de dicción, es un asunto a clasificar de otro modo y a desentrañar con sutileza.

Sabemos que quienes hablan poco se equivocan menos que quienes decimos o escribimos lo que pensamos. Hay que reconocer el acierto del refranero cuando aconseja aquello de "habla poco, escucha más y no errarás". Es evidente que quien no opina, corre menos riesgos. Puede simular inteligencia y ecuanimidad. Pero, como cualquiera ha podido experimentar, hay un tipo de personajes que practican el mutismo, en cierta forma estratégico, y genera sorpresas inimaginables. Su palabra medida, su silencio calculado, su no mostrarse tiene otra capa en la trastienda. Donde pensabas que tenías un compadre compartiendo ilusiones, descubres lo contrario. Donde creías tener un cómplice de tus debilidades, encuentras un oponente dispuesto a castigar sin piedad. Así, un sinfín de variaciones sobre el mismo tema: la comunicación y el comunicarse. Un campo donde no hay silencio que sirva como garantía ‘de cosa’. Es más, mientras no se habla con sinceridad, no hay que dar nada por seguro. Pero ni por esas, pues también caben los malentendidos que solo se resuelven volviendo a contrastar lo que se ha dicho. Hace falta voluntad para entenderse.

Además, se da el caso de quienes hablan lo justo para no comprometerse con lo que dicen. O camuflan su apariencia de cercanía bajo las artes del falso decir. Son como Tartufo, el personaje que Molière, impostores que se adaptan a las circunstancias ocultando sus tejemanejes de forma ladina. Su propósito se descubre una vez han aprovechado su farsa. Se descubren a posteriori, cuando atardece y el día ya no tiene vuelta atrás. Con los años se aprende, pero siempre cuesta anticiparse a la trampa. No obstante, creo que es preferible confiar y errar en las apuestas más que encerrarse en el miedo al desengaño. Hablar, conversar, pensar son actividades tan necesarias que compensa entregarse en el calor de las palabras antes que callar. Pues, pese a Wittgenstein, solo hablando se puede entender lo que no se comprende. La medicina del silencio se ha de reservar a hipócritas y desleales, para que caigan por la boca, como el pez.

Chaime Marcuello Servós es profesor de la Universidad de Zaragoza

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