Dragones buenos, dragones malos

El dragón del yelmo de Pedro IV
El dragón del yelmo de Pedro IV
Lola García

Reciente el Día de Aragón, llegan a HERALDO preguntas sobre dragones. Si el dragón de san Jorge es ‘malo’, ¿por qué, en cambio, el dragón del yelmo de Pedro IV es bueno? El dragón del santo es alegoría del diablo, secuestrador del alma (la princesa). El santo mata al Mal, pues su mensaje es eclesiástico. El dragón del rey significa poder y su anuncio es político: el bello dragón alado y con las fauces abiertas, está a su servicio y solo daña a los enemigos de la majestad regia.

Para la Iglesia, el Dragón antonomástico es la Bestia del Apocalipsis: el Anticristo, Satán, el paganismo, el enemigo siempre vencido, pero poderoso y dañino, del Mesías. Tanto Miguel –soldado angélico– como Jorge –guerrero humano– triunfan sobre la iniquidad.

Por el contrario, los chinos, como es sabido, quieren y miman a sus múltiples y benéficos dragones. Antiguamente, solo el emperador podía ilustrar con dragones su casa y su ropa, pero, democratizados su posesión y uso, benefician a cualquiera, poblando en cualquier ciudad del mundo bazares y restaurantes chinos. El dragón chino funciona como entre nosotros los santos Pancracio o Judas Tadeo. Últimamente, en Aragón, una corriente buenista ha hecho del dragón georgino un amigo de los niños y nadie parece tener valor para identificar al monstruo con el demonio.

La primera obra literaria europea, la inmortal Iliada de Homero, contiene, que yo sepa, la mención pionera de los dragones, en su Canto XI: los hay sobre la armadura de bronce del poderoso Agamenón, temible jefe de guerra de los aqueos, y en su tahalí de plata se enrosca otro, azul y de tres cabezas «de solo un cuello brotándole». Un dragón de poder y dominio, como el ‘Dragón d’Aragón’ que creó Pedro IV, por perspicaz razón de homofonía: decir dragón era casi decir ‘de Aragón’, lo cual no podía ser ni por asomo reflejo de nada malo.

En Europa, la Edad Media fue tiempo de dragones de toda clase, casi todos temibles. La cocatriz, de aliento y mirada letales, nacía de un huevo incubado por una sierpe en un estercolero. El guivernio, de solo dos patas, era ambivalente: en los relatos legendarios traía la peste, pero en la heráldica era valioso por su fuerza sobrehumana y podía enfrentarse a las fuerzas diablescas en favor de su portador.

El basilisco (’reyezuelo’, en griego) mata con la vista, con su pico y su contacto: seca la vida al corromper el aire. Plinio dice que es un ser tan diminuto –cosa de un palmo– como mortífero. El Medievo acrece su terrible fama: el monstruo nace cuando un sapo incuba un huevo puesto por una cocatriz de nueve años.

En la Corona de Aragón

En la Europa del sur abundaron los dragones y aún los seguimos viendo en fiestas características de la antigua Corona de Aragón: dragones de Fallas, amables ‘patums’ como la de Berga y tarascas históricas que renacen de manos de recreadores aragoneses.

Como en Berga, en Zaragoza la tarasca aparecía en el Corpus Christi, la mayor celebración histórica de la capital aragonesa, con diferencia (L. J. Constante acaba de estudiar el caso, IFC, 2018).

La victoria sobre el mal también se representaba para festejar en la Aljafería al rey recién coronado. Así lo cuenta el cronista Blancas, sucesor de Zurita: «Volvieron a salir otras trompetas y muchos atabales, y detrás de ellos salió una grande culebra, echa muy al vivo, de muy extraña invención, que echaba por la boca grandes llamas de fuego, y a la redonda de ella venían muchos hombres armados, dando grandes voces y gritos, como que la querían matar, y ella se defendía. Y al fin hicieron como que la mataron, y fue una fiesta harto graciosa». Podría intentarse ahora.

Algunos dicen que la tarasca llegó a nuestras tierras en el siglo XIII y lo explican por el supuesto origen de su nombre, la ciudad francesa de Tarascón. En su escudo actual, bajo un castillo, hay una horrenda tarasca de cinco patas que devora a un pobre sujeto. Se festejaba de este modo a santa Marta, cuyas reliquias se presumen allí. La Marta evangélica, amiga de Jesús, llegó a Tarascón con las Tres Marías y domeñó a la Tarasca, un monstruo anfibio que aterrorizaba a los lugareños. En 1291 se firmó el Tratado de Tarascón entre Alfonso III y el rey francés Felipe IV. Es probable que se festejara a los embajadores de Aragón con el famoso espectáculo y que estos adoptasen la idea. Con posterioridad se documentan fiestas con estos fingidos animales en Valencia y en Zaragoza, al menos.

El dragón, en fin, es un fiel guardián, vigilante y alerta, según desvela el origen de su nombre: ‘drakeîn’, en nuestro griego venerable, significa ‘ver con mirada penetrante’. Este dragón primigenio no rapta a la princesa ni roba el tesoro, sino que los custodia. Habría que contratar a uno el próximo domingo, para que nos guarde bien. Más nos valdrá.

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