Henri Cartier-Bresson: el ojo que todo lo vio

Ha sido una de los grandes creadores de imágenes del siglo XX y XXI. Pintor, dibujante y esencialmente fotógrafo, pero también cineasta. Sobrevivió al horror nazi y recorrió el mundo con su Leica. Mapfre presenta en Madrid su obra, su archivo y sus películas

Cartier-Bresson, en el otoño de su vida, dibujando en 1992.
Henri Cartier-Bresson: el ojo que todo lo vio
MARTINE FRANCK

Para algunos, Henri Cartier-Bresson (Chanteloup-en-Brie, 1908- Montjustin, 2004) fue el ojo del siglo. Así tituló Pierre Assouline su impresionante biografía, que publicó en España Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores en 2002. Le atrajo de él no solo su vasta obra, sino también su pensamiento, su forma de ver el mundo y su defensa de la libertad. Nonagenario ya, decía: «El anarquismo es, ante todo, una ética. Se ha mantenido intacto». Hay muchas frases que lo retratan. Una, que podemos leer en la exposición de Mapfre en Madrid, podría ser: «Soy visual. Observo. Observo. Observo. Entiendo a través de los ojos». Y otra, de la que tanto se ha abusado, nació casi por azar con una de sus primeras publicaciones: «Nada hay en el mundo que no tenga un instante decisivo». De ahí surgió, merced a la agudeza de un editor con sentido de la publicidad, el término que le define: el instante decisivo. Él, dado a la apostilla y el matiz, redondearía años después: «Hay que vivir el instante en plenitud». 


A ello se dedicó siempre. Nació en una familia burguesa de Normandía. Era el mayor de cinco hermanos. Su padre murió en la I Guerra Mundial; su madre era una criatura refinada que le instruyó en la lectura, en la Biblia, en la música (tocaba el piano y Henri hizo sus escalas con la flauta) y en el arte. Pronto descubrió la pintura; tenía muchas condiciones, sin duda, y con un maestro como André Lothe aprendería muchas cosas: la importancia de la geometría («el principio es la geometría», le diría), la ciencia de la composición y el vigor del color. El poeta René Crevel sería una de sus grandes amigos y lo introdujo en el círculo surrealista de André Breton. Entonces, su cabeza era un hervidero de inclinaciones y de tentaciones: quería ser pintor, quería dedicarse al cine –le pidió a Pabst y a Buñuel para ser ayudante suyo y lo rechazaron–. Era un hombre silencioso que hablaba poco e imaginaba mucho. Había leído bastante: Arthur Rimbaud era un modelo de creación y de aventura, y también Charles Baudelaire y Proust.


En medio de una gran crisis de amor y ubicación existencial, hizo un viaje a África, en concreto a Sierra Leona. Volvió transformado. En otro viaje a Marsella vio una foto del húngaro Martin Munkacsi, tres chicos que entran en el mar y que han sido retratados desnudos y de espalda, y le impresionó. Además, descubrió el París que había retratado Eugene Atget. Compró una cámara Leica y empezó su gran carrera. Se desplazó por Europa en un coche Buick, con el escritor André Pieyre de Mandiargues y la pintora Leonor Fini. El mundo se le revelaba con una fuerza inusitada y la fotografía, tan inmediata, era el registro ideal, el espejo para alguien que poseía mentalidad de cazador de momentos definitivos. Cartier-Bresson confesaría en su ancianidad que él no había sido surrealista: le apasionó su literatura, algunos poetas como Louis Aragon y Crevel, pero del surrealismo le atraparon el componente subversivo, el desorden de los sueños y el azar. Viajó a España por primera vez en 1933. Diría: «España en sí misma es una tierra surrealista, dividida entre el ‘ser’ y el ‘estar’». 


Luego estaría en México y en Estados Unidos, y poco a poco se implicaría, sin voluntad alguna de predicador, en los grandes conflictos del siglo: en la Guerra Civil española estuvo como documentalista e hizo películas, ‘Victoria de la vida’ (1937), ‘Con la Brigada Lincoln en España’ (1938) y ‘España vivirᒠ(1938), como se cuenta en Mapfre. Jean Renoir sí le aceptó como ayudante en dos de sus grandes películas: ‘Una partida de campo’ (1936), en la que fue además figurante con Bernanos, Visconti o Becker, y en ‘La regla del juego’ (1939). Durante la II Guerra Mundial fue hecho prisionero por los nazis y se salvó de milagro: logró huir hasta tres veces. 


De regreso a la vida civil no dejó de viajar alrededor del mundo: volvió a México y Estados Unidos, estuvo en China, en La India, en Italia, en Rusia. Y en 1947, con Robert Capa, George Rodger, David Seymour y William Vandivert fundó la agencia Magnum; ese mismo año fue objeto de una retrospectiva en el MOMA de Nueva York. Su trabajo resultaba impresionante. Era pudoroso. Huía de lo anecdótico para encontrar «la íntima verdad de la gente» en sus pequeñas cosas. Resumiría así su quehacer: «Mis fotos son como mi diario; reflejan el carácter universal de la naturaleza humana».


Gonzalo de Diego, que programó durante años exposiciones en Ibercaja, fue un buen amigo del fotógrafo francés: «Henri Cartier-Bresson era una persona siempre alerta pero sin alharacas; no le gustaba ni verse clasificado ni los honores mundanos. Tanto él como Martine Franck, su segunda mujer y fotógrafa también, fueron siempre muy amables y cercanos. Los conocí a ambos en la primavera de 1992, unos meses antes de la exposición en Ibercaja, que fue en enero y febrero de 1993. Recibir una propuesta de exposición doble, fotografía y dibujo, le ilusionó enormemente y le animó aún más el hecho de hacerla en España. Se exhibieron 111 dibujos y 39 fotografías». En la exposición de Mapfre, abierta hasta el 7 de septiembre hay más de 500 piezas, entre fotografías, dibujos, cartas, películas («el cine me enseñó a ver», diría), documentos y objetos. Es el mundo de un poeta absoluto de la imagen que acabó volcado en la lentitud y el silencio del dibujo.