FOTOGRAFÍA. ARTES & LETRAS

Vista de Zaragoza desde la Torre Nueva hace 135 años

La ciudad de hace 135 años desde una atalaya privilegiada que fue retratada por los fotógrafos y viajeros y escritores, y admirada por los visitantes

Vista de Zaragoza desde la Torre Nueva, ca. 1890. Cristal coloreado para Linterna Mágica.
Vista de Zaragoza desde la Torre Nueva, ca. 1890. Cristal coloreado para Linterna Mágica.
Archivo Mollat-Moya

Muchas poblaciones, con independencia de su tamaño o importancia, poseen uno o varios edificios emblemáticos por los que son generalmente conocidas. Zaragoza, como no podía ser de otro modo, no carece de ellos, ni ahora ni antaño. De uno en concreto, una guía de viaje de la segunda mitad del siglo XIX dice que es «monumento artístico muy valioso y de los más justamente admirados por los inteligentes y por los infinitos viageros (sic) que nos visitan». Otra, más elogiosa aún para con nuestra protagonista, que era «el primero y más notable de los que cuenta nuestra inmortal ciudad en su recinto». Y no, no es el que muchos de ustedes están pensando.

La llorada Torre Nueva, pues de ella estamos hablando, era obra tradicionalmente datada a principios del siglo XVI, si bien algunos estudios recientes la retrotraen hasta el XI, siendo su estilo arquitectónico el tagarino o mudéjar aragonés. Desapareció completamente a finales de agosto de 1893 víctima de los intereses económicos de la burguesía local, si bien su derribo se había iniciado a finales del mismo mes del año anterior.

Aupado a tan privilegiada atalaya y desde el mirador situado a unos 61 metros de altura sobre el suelo, un viajero (al que aquí haremos inglés por el origen del cristal fotográfico que acompaña a estos párrafos) se asoma al caserío de una Zaragoza muy distinta a la actual.

Con apenas 75.000 habitantes y todavía constreñida casi por completo por sus murallas romana y medieval, la ciudad se ha ido rehaciendo progresivamente de la terrible sangría demográfica que le supusieron los sitios napoleónicos y encara el final de la centuria con un exiguo pero decidido crecimiento.

Lo que se podía ver

¿Y qué es lo que se muestra a sus ojos, que ahora son los nuestros? En primer término, un detalle del caserío más cercano al templo de Nuestra Señora del Pilar, un abigarrado conjunto de edificaciones, en su mayoría de los siglos XVII y XVIII, heredero del urbanismo pretérito. Abunda el barrio en calles, aun las principales, que presentan angosturas e irregularidades, distando mucho de ser amplias. A pesar de ello se advierten, aquí y allá, algunos elementos que anuncian tiempos nuevos.

Por ejemplo, la todavía reciente en su apertura y rectilínea calle de Alfonso I, de la que observamos el tramo comprendido aproximadamente entre su confluencia con las calles de Roda (hoy de Santa Isabel) y de Miguel Molino y su desembocadura en la plaza del Pilar. El vial se ha convertido en poco tiempo en «la milla de oro» del comercio zaragozano y en uno de los lugares de residencia predilectos por la pujante burguesía local.

Más allá, un amplio espacio ocupado en su gran mayoría por la antedicha plaza. Lo cierra por el oeste el edificio de muy reciente construcción ocupado por los Grandes Almacenes del Pilar de José López Cativiela, y posteriormente, por la clínica oftalmológica del doctor Palomar.

A su derecha, el remodelado palacio de Aytona, reconvertido en casa de vecinos «con posibles» (por ejemplo, el matrimonio Palomar-Mendívil, los del ‘castillo’ de Las Delicias), la catedral del Pilar propiamente dicha en su estado anterior a mayo de 1893, fecha en la que su entonces única torre, la de Santiago, fue rematada con un chapitel de cobre y hierro de cuarenta toneladas de peso fundido en Averly; más allá del enorme edificio de viviendas proyectado por Fernando de Yarza, esquinero entre la calle de Alfonso I y la plaza y cuyos bajos acogen el pasaje «del Comercio y la Yndustria», y casi oculto por él, el heterogéneo conjunto de callejas y edificaciones del barrio «del Pilar» o «del Mesón del Obispo de Tarazona», que cerraba la plaza por el este y la separaban de la de La Seo de San Salvador y entre cuyas edificaciones visibles destacaremos la medieval Lonja de Mercaderes, cuya fachada meridional daba a la estrecha calle, como no, también del Pilar. 

"La llegada de los caminos de hierro a la ciudad dio alas a un floreciente negocio de hoteles, posadas, cafés y otros servicios para la comodidad del visitante y el viajero, tal como podría comprobar y disfrutar nuestro desconocido fotógrafo"

Este pequeño enclave urbano pasaría a mejor vida a finales de la Guerra Civil Española bajo la acción de la piqueta para construir una obra megalómana a mayor gloria de los nuevos tiempos político-religiosos salidos del conflicto, el gran salón urbano que se quiso llamar, sin demasiado éxito, «Avenida de las Catedrales».

El Ebro, Macanaz, los Sitios

Finalmente, en la margen izquierda del Ebro, domina la parte izquierda de la imagen la arboleda de Macanaz, más allá de la cual se extienden «las Balsas de Ebro Viejo», terreno inundable que recuerda el cauce accidental del Ebro desde finales del siglo XIV hasta principios del XVI. Ocultas casi totalmente por la mole catedralicia, las edificaciones del antiguo rabal de la ciudad, incluida la estación del Norte, inaugurada con el nombre de la zona donde se ubicaba en agosto de 1861.

Haremos aquí un pequeño receso descriptivo para hacer notar que la llegada de los caminos de hierro a la ciudad dio alas a un floreciente negocio de hoteles, posadas, cafés y otros servicios para la comodidad del visitante y el viajero, tal como podría comprobar y disfrutar nuestro desconocido fotógrafo.

Continuamos, el espacio comprendido entre dos cupulillas nos permite admirar el rectilíneo trazado arbolado de la carretera a Barcelona, a cuya derecha contemplaremos tanto las ruinas del antiguo convento de San Lázaro, junto al río, como el novísimo cuartel del mismo nombre (tras aquellas, en color claro) y el ex convento de Jesús con su torre. Mucho más al fondo, el Monasterio de Nuestra Señora de Cogullada y las primeras estribaciones de la Sierra de Alcubierre.

Desconocemos si antes de abandonar el edificio y tal como afirma que hizo en 1873 el escritor italiano Edmundo De Amicis, dio nuestro viajero un beso al guardián de la torre con el ruego de que lo transmitiera a todos los descendientes de los héroes de los Sitios. El caso es que, al igual que aquel, queremos creer que también nuestro inglés marchó.

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