Richard Donner estrenó en 1976 ‘La profecía’, respetado clásico de terror que se recuerda por su tono, sus momentos icónicos, la música de Jerry Goldsmith y el frío rostro infantil del anticristo (qué acertada elección de casting). Originó tres secuelas, algunas series y, en 2006, un olvidable ‘remake’. La llegada de una precuela resultaba temible, y no en el sentido deseado, sobre todo si acababa siendo como la reciente secuela de ‘El exorcista’. Sin embargo, ‘La primera profecía’ desprende un cuidado y una fuerza que sorprenden. El tratamiento de la directora Arkasha Stevenson, plagado de detalles formales, y su capacidad para la composición despiertan el aprecio del aficionado exigente, recepción envuelta en el estímulo que ejerce hallar ideas arriesgadas y en cierto modo rompedoras si se atiende al perfil comercial de la película. En la exposición de lo ocurrido antes del nacimiento de Damien y de que lo adaptara el embajador encarnado por Gregory Peck ha pesado el criterio creativo, y eso se nota.

La protagonista, una joven estadounidense que en 1971 se traslada a Roma para hacerse monja, está descrita de manera estupenda, mérito de lo que expresa la actriz Nell Tiger Free. La oscuridad que percibe en el orfanato femenino se reviste de la sugerente alusión al mal que habita dentro de las instituciones, en este caso la Iglesia, con el matiz de que surge de una religiosidad enfermiza. El interés canalizado propicia que no importe que se intuya hacia dónde va a ir la historia (que toma otro gran clásico como inspiración), y más cuando entre lo plasmado cabe un homenaje a la magistral ‘La posesión’, de Andrzej Zulawski.

El filme adopta su propio estilo a la vez que su estructura exhibe la base referencial, manifestada en el prólogo, el suicidio, las advertencias del sacerdote (de nuevo el padre Brennan) y por supuesto en las conexiones finales, acompañadas de la apertura de una variante.