La vida desdichada de dos poetas rusas bajo la tiranía del camarada Stalin

Ana Rodríguez Fischer, ganadora del último Premio Café Gijón, indaga en la existencia atormentada de Ajmátova y Tsvietáieva.

Ana Rodríguez Fischer, última ganadora del Premio de Novela Café Gijón.
Ana Rodríguez Fischer, última ganadora del Premio de Novela Café Gijón.
Elena Palacios

A Anna Ajmátova, la poeta rusa que sufrió con saña el horror estalinista, le tocó enterrar y llorar a muchos amigos y familiares. Mujer deslumbrante por su inteligencia y belleza, vivió dos guerras, su primer marido fue fusilado y su hijo encarcelado y deportado a Siberia, todo un destino desgraciado que hace comprensible que alguien la llamara «musa del llanto». En otoño de 1941, cuando Leningrado era un páramo de destrucción y muerte, la escritora fue evacuada a Chístopol, una ciudad tártara donde tenía previsto reunirse con la también poeta Marina Tsvietáieva. Pero el encuentro nunca se celebró porque Marina, víctima del terror revolucionario, se suicidó.

La profesora de Literatura Española y ganadora del último premio Café Gijón, Ana Rodríguez Fischer, recrea en 'Antes de que llegue el olvido' (Siruela) la trayectoria vital y literaria de ambas poetas. «Me fascina el alma rusa por su misterio, sus contradicciones y su búsqueda de lo insondable», asegura la novelista, quien destaca que las dos escritoras estaban conectadas por existencias paralelas: adoraban a Pushkin, fueron infelices, padecieron penurias económicas y su obra fue prohibida por el régimen bolchevique.

Pese a las numerosas afinidades, Ajmátova y Tsvietáieva solo se encontraron una vez. Siempre intentaron concertar una cita, pero el encuentro nunca cuajó. El suicidio de Marina sirve a Ana Rodríguez Fischer para urdir una trama cuyo eje es la carta que Anna Ajmátova dirige a su colega, una elegía en que se repasan los años de infancia, los amores fracasados, los años de soledad y desazón, así como el terror y la muerte bajo la dictadura estalinista.

Rodríguez Fischer da voz a una poeta que emprende un viaje en el que transita del llanto a la maldición. En ese recorrido no falta un recuento de la miseria y humillaciones pasadas. Por medio de esa epístola Ajmátova habla de su abuela tártara, del linaje de Gengis Kan, de sus andanzas por los paisajes de la dacha de Tur, en Crimea, donde escandalizaba a las señoritas provincianas. Acusada de espía y víctima de acechanzas sin fin, Ajmátova bien pudiera haberse animado a tomar el camino del exilio, como hizo la destinataria de la misiva. «Anna sentía que fuera de Rusia no podría existir ni sentir. Marina, que sí lo hizo, se arrepintió de haber abandonado Rusia para asentarse primero en Bohemia y luego en Francia. No mucho antes de regresar a su país, ya vio que el exilio había sido una equivocación. Lo había hecho por el marido, que se había unido al ejército de voluntarios blancos. Enseguida se dio cuenta de que no tenía nada que ver con los exiliados afincados en París. En Rusia no la dejaban publicar, pero al menos la leían y comprendían, ya que sus libros circulaban clandestinamente».

Soga de la maleta

El retorno de Tsvietáieva fue una verdadera catástrofe: su esposo y su hija fueron encarcelados y ella jamás volvió a publicar. Después de ser evacuada a Elábuga para huir de la invasión alemana, se quitó la vida ahorcándose con una soga que Borís Pasternak le había dado en la estación de tren de Moscú para que anudase su maleta. «Ajmátova era débil y vulnerable. Aunque pueda parecer paradójico, la fuerza la tenía Marina, no Anna, porque hay que tener muchísima fuerza para quitarse la vida».

Aunque era una muchacha recatada y de buena familia, Ajmátova sucumbió a los encantos de París, ciudad de extravío para cualquier espíritu amante de la modernidad. Hasta allí viajó en 1910 para celebrar su luna de miel. En aquella ocasión Anna conoció al artista Amadeo Modigliani. Dos de los personajes más fascinantes del siglo XX quedaron unidos así por el amor en la capital de la tentación. La vida amorosa de Ajmátova fue intensa y apasionada, aunque también muy infeliz.

Si el primer marido cayó a los pies del pelotón de fusilamiento, el tercero murió en el gulag. Para colmo de males, en 1938, Lev, su único hijo, terminó detrás de las rejas. Durante diecisiete meses, Anna Ajmátova hizo cola todas las mañanas ante la cárcel de Leningrado para tener noticias de él. A partir de esta experiencia alumbró uno de sus poemarios más hermosos: 'Réquiem'. Varios amigos y familiares de Anna lo memorizaron ante el peligro de que las autoridades soviéticas se incautaran de las copias manuscritas que circulaban secretamente y las destruyeran.

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