Magüi Mira ha escrito un cuento para diseccionar dos tipos de poder conectando el final de la Edad Antigua con la Contemporánea. El poder político de la testosterona se nos presenta en forma de dictadorzuelo aliado del imperio romano, una caricatura de esos gobernantes de nuestra era a los que el todopoderoso Henry Kissinguer definió como nuestros hijos de puta. Una Salomé consciente de la realidad y de su posición ideológica se enamora, siente el dolor del rechazo y cae en la frustración que le lleva a utilizar el poder femenino de la sensualidad y la seducción para vengarse y validar la etiqueta de puta.

La puesta en escena es un tapiz que aúna atrezo y vestuario austero con el festín de trajes a color y una banda sonora que subraya las emociones al compás de un texto con tres niveles. La pátina poética rima las pasiones del amor, la épica de los héroes apela a la libertad, y el contrapunto de un alegato irónico y mordaz diseñado para aligerar el drama mediante la burla al poder y aledaños. La dramaturgia consigue engranar el binomio poético-épico con el mismo brillo y eficacia que la frivolidad del vodevil coral formado por una guardia real tan graciosa en el movimiento como cruel en los castigos. Pero cuando el objetivo es ridiculizar el comportamiento de la autoridad, la sátira no termina de funcionar, y por ahí se resiente la actuación de un discreto Juan Fernández como Herodes, mientras Luisa Martín sostiene con oficio a su Herodías.

La buena dicción de Sergio Mur construye un personaje narrativo con estampa de belleza lírica. Pablo Puyol, espléndido como cantante, tiene el peso dramático que precisa la dignidad de Juan Bautista. Belén Rueda domina el papel protagonista con una sobresaliente presencia física y un discurso ajustado a todas las fases de la peripecia.