Siempre revoltoso y provocador, Paco Contreras, o sea Niño de Elche, asegura ser exflamenco y el otro día anunciaba en estas mismas páginas su intención de probar con el jazz (ya lo ha hecho con el rock o la electrónica). Da igual la etiqueta que se ponga o le pongan: Paquito es un fenómeno que navega en su propia órbita galáctica, un creador libérrimo y ajeno al qué dirán, que subvierte las reglas a su antojo para reinventar los códigos flamencos sin perder de vista sus raíces ni traicionar sus esencias.

El martes presentó en el Centro Las Armas su último trabajo, ‘Flamenco. Mausoleo de celebración, amor y muerte’, y ya pueden los puristas del género rasgarse las vestiduras y poner el grito en el cielo, peor para ellos: ladran, luego cabalgamos. El infante ilicitano ofreció uno de los mejores conciertos que le hemos visto, cautivando ya desde el arranque a oscuras con el desgarro vocal de ‘Plañideras’ seguido de esa ‘Seguiriya madre’ en la que aparece la voz de Rosalía -sampleada, por supuesto- rubricada por unos rasgueos de guitarra cuasi rockeros.

Marcando territorio con su singular fuerza expresiva, con un apabullante dominio de sus registros vocales y permitiéndose todo tipo de licencias (emite ruidos, jadeos, gemidos), con el –a menudo muy heterodoxo- acompañamiento de las guitarras de Raúl Cantizano y Mariano Campallo, Niño de Elche propuso un arrebatador trance flamenco con la intención, según sus propias palabras, de “generar interrogantes más que buscar certezas”. Piezas como ‘Alboreá in artículo mortis’, ‘Guajiras del alma’, esas ‘Alegrías y flores’ con un tirititrán final que hubiera asombrado a Bobby McFerrin, esa ‘Farruca amarga’ con aires de jazz manouche, ‘Saeta gitana entre dos hombres’ o el colofón a solas –tras unos minutos sentado impertérrito- de ‘El último fandango’ mostraron la mejor versión de un artista único y rompedor.