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La Barraca, de García Lorca y Eduardo Ugarte, con la silla al teatro

Farándula Ilustrada. Un recorrido por aquellas compañías de teatro que iluminaban la vida y el sueño de los núcleos rurales

Retrato de la compañía. Abajo, a la izquierda, están Lorca y Eduardo Ugarte.
Retrato de la compañía. Abajo, a la izquierda, están Lorca y Eduardo Ugarte.
Anonimo.

Hubo un tiempo en el que se salía de casa sin móvil, sin tarjetas, a lo loco. A cambio se llevaba, agárrate que vienen curvas, una silla al hombro. Los motivos eran diversos: salir a la fresca, ir de procesiones, a la escuela, al cine, a la merienda del santo... No diré que extrañaba ver a alguien sin silla por las calles de los pueblos, pero...

Aunque si hubo una razón hermosa y emocionante para sacar la silla de casa, esta se dio con la llegada del teatro a las aldeas. Y si pensamos en los pioneros, en los causantes de que dramas y comedias salieran de los grandes teatros burgueses, nos vienen a la cabeza El Teatro del Pueblo de Alejandro Casona (vinculado a las Misiones Pedagógicas), y La Barraca, la compañía nacida en la Universidad Central de Madrid. Estos dos proyectos llevaron al Siglo de Oro por cientos de pequeñas localidades. Su actividad paralela, entre 1932 y 1936, influyó para que aún surgiera otra compañía similar: El Búho, de Max Aub.

El arte y las emociones

Si El Teatro del Pueblo nace con vocación didáctica, La Barraca tiene como prioridad el arte y las emociones. Dirigida por Federico García Lorca y por Eduardo Ugarte (escritor, escenógrafo, guionista, yerno de Carlos Arniches, concuñado de José Bergamín, amigo personal de Chaplin, figurante en ‘Luces de Ciudad’... este hombre merece un capítulo en próximas entregas), contó en sus filas con varias decenas de «barracos». Entre ellos Isabel, hermana de Federico, Rafael Rodríguez Rapún, su gran amor, Laura, hija de Fernando de los Ríos, el oscense Carmelo Mota... Y como apasionados seguidores de primera fila, Unamuno, Dámaso Alonso, Pedro Salinas, Jorge Guillén... La Barraca, «una cosa que se monta y se desmonta, que rueda y marcha por los caminos del mundo», según Lorca, provocaba la emoción en la gente humilde, en un público virgen. Lope de Vega, Tirso de Molina,... 

En su primer repertorio, ‘Entremeses’ de Cervantes y el auto sacramental de ‘La vida es sueño’ de Calderón. Una elección que no fue del gusto de todos, por cierto. Desde la izquierda lo tildaron de reaccionario mientras medios conservadores bramaban porque lo dirigía un homosexual. Y lo hicieron con titulares tan imaginativos y siempre meritorios como ‘Federico García Loca o cualquiera se equivoca’, acusando al grupo de ser «una pandilla de sodomitas».

Pero dejando esto al margen, si observamos las fotos de aquellas funciones vemos lo que provocó: rostros atrapados por el encanto de las historias, brillo en los ojos, risas, emoción, lágrimas. Decía Federico que, alejada de lecturas intelectuales, la gente sencilla sentía como nadie la historia. Cuentan que en un pueblo de Albacete se metieron tanto en la trama, que quisieron linchar, literalmente, al Comendador de ‘Fuenteovejuna’. Y en una aldea de Soria obligaron a hacer cambios en el entremés ‘La guarda cuidadosa’ (en un claro precedente de ‘Elige tu propia aventura’), porque no les gustó la elección amorosa de Cristina, su protagonista.

El gobierno radical-cedista hizo todo lo posible por derribar La Barraca. Y es curioso, pero se mantuvo en pie gracias a Primo de Rivera. Hay una anécdota que lo relaciona precisamente con el poder de atracción del granadino. El 25 de agosto de 1934, tras cruzarse con el fundador de Falange en un restaurante de Palencia, el poeta recibió una nota en su mesa: «Federico, ¿no crees que con tus monos azules y nuestras camisas azules se podría hacer una España mejor?».

Dos experiencias directas

La Barraca pasó por Aragón en agosto de 1933, dentro de su decimosegundo itinerario. Actuaron en Ayerbe, Canfranc, Jaca (allí se suspendió la función prevista en La Unión Jaquesa por exceso de aforo, pero Federico recitó unos poemas del ‘Romancero Gitano’). A finales de 1935, Lorca deja la dirección y en 1937, cesa la actividad de una compañía desmembrada que había intentado remontar el vuelo con Manuel Altolaguirre y Miguel Hernández.

Federico ya había muerto asesinado en los primeros días de la guerra en agosto. Tras él, un compañero de teatro, el falangista Eduardo Ródenas. Más tarde su amante, Rafael. Muchos vivieron el exilio: Ugarte, Ramón Gaya, Santiago Ontañón... El sueño terminó de la peor manera posible.

Días atrás nos enfrentamos la actriz Laura Plano y yo mismo a aquellos ojos brillantes que veían los «barracos» desde los escenarios. Fue en una función del ‘¡Ay, Carmela!’ de Sanchis Sinisterra dirigido por Alberto Castrillo-Ferrer y se dio en Martes, un pueblo pequeñito donde nunca había llegado el teatro. Aparecimos con el furgón, montamos, pusimos bancos y asientos en la plaza y donde no llegaron, acudieron los paisanos con sus sillas. Un público, a diferencia del de hace un siglo, con acceso ‘online’ a mil propuestas culturales que disfrutar... pero al que una función de teatro conmocionó, divirtió e hizo sentir. Y eso es mágico, porque como ocurrió con La Barraca, supone tocar el corazón del teatro. Actores y público a un tiempo. Y como aseguraba Federico, «esa es una de las emociones más intensas que se pueden vivir».

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