Un espectáculo infernal
Imagino que conocedor de los filmes que han retratado los años tan dorados como oscuros del gran Hollywood –se me ocurren ‘El juego de Hollywood’, de Altman, o ‘Good morning, Babilonia’, de los Taviani–, Damien Chazelle ha querido hacer su propio homenaje a aquella vieja meca del cine con un personalísimo retrato del mismo. Un retrato dominado por el exceso, la fanfarria y el mal gusto –con un tributo a lo escatológico que invita a vomitar– y, a ratos, también, reflejo del talento y el buen oficio de un cineasta que ha demostrado su valía en las estupendas ‘Whiplash’ y ‘La la Land’.
De ‘Babylon’ se me ocurren, para empezar, algunas ideas: es una película innecesariamente larga; se rinde al exceso con una ‘entradilla’ de media hora en la que manda el ruido, el caos y de la que se sale exhausto; y ese mismo exceso, unido a la dispersión de géneros y de estilos narrativos que maneja, vuelve a adoptarlo el cineasta en la última media hora, una traca final en la que nos deja de nuevo al borde del agotamiento. Pese a todo lo que considero errores, dispersión o achaques de mal cine, ‘Babylon’ también cuenta, a pequeños sorbos, con unas cuantas secuencias magnéticas y magníficas y algunos personajes muy bien hechos e interpretados. Hay momentos importantes, como el dedicado a ese actor al que el sonoro reventó su fama y su conversación con la periodista que firma su sentencia. O aquel en el que el músico negro tiene que aceptar lo inaceptable, o, con mucho más humor, la secuencia que retrata un rodaje caótico.
Son escenas y secuencias como las citadas las que, en mi opinión, salvan ‘Babylon’ de la decepción total. Son las que representan el gran cine frente al exceso y el feísmo del que echa mano Chazelle. Una película que revuelve no el espíritu sino el estómago, que deja la cabeza llena de ruido y flashes luminosos, de imágenes que ya habían recreado otros filmes -ese túnel y sus sótanos- y en la que solo se busca el espectáculo a lo bestia.