Los prejuicios retratan la sociedad en la que se instalan. ‘La chica salvaje’, adaptación de la novela homónima de Delia Owens, remite al rechazo que genera por defecto la diferencia. En 1969, en un pueblo de Carolina del Norte, lo señalado se refleja en la detención de la joven que creció sola en la marisma y decidió seguir casi al margen, a la que siempre miraron mal y a la que culpan de asesinato tras el hallazgo de un cadáver en la zona pantanosa. La película parte de su situación en el marco de la acusación y del juicio para describir y contextualizar su realidad. Concebida para la implicación emocional, esta fluye por la cuestión de la vida llevada, en concreto por el abandono familiar, la soledad y la manera de salir adelante y prosperar. Y también por lo que evocan el perfil de la protagonista y su potencial como naturalista y por lo que transmiten sus experiencias negativas y felices. La directora Olivia Newman aplica un tono cuidado y equilibrado y la actriz Daisy Edgar-Jones encaja bastante bien en un rol de interesante carácter atípico y alejado de lo que a priori se entiende por mujer ermitaña.

El presente expositivo se adscribe al drama judicial y se reviste de los elementos propios de la temática, eje favorecido por la aportación de David Strathairn en el papel del noble abogado que la defiende. La historia explica en paralelo el pasado de la chica y se detiene en su infancia (determinada por la violencia del padre y, en consecuencia, por las sucesivas huidas del entorno), en la amistad y el amor con el gentil joven que le enseña a leer y, años después, en una segunda relación de cauce bien distinto. Respecto a esta última se detectan la turbiedad que esconde el novio y que ella intima con él para no estar sola. El significado brota por lo que hay detrás del suceso por el que la juzgan así como, ya con otro sentido, por lo que la resolución dice acerca del paso del tiempo.