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Raúl Aranda se despidió este domingo en Arlés con una gran faena

El matador aragonés estoqueó el último toro de su vida.

Raúl Aranda, exprimiendo el pitón derecho de su última res.
Raúl Aranda, exprimiendo el pitón derecho de su última res.
Heraldo

"Todo acaba. Tenía una gran ilusión en matar mi último toro en Zaragoza, pero no ha podido ser. Afortunadamente, también tengo grandes amigos en Francia, donde se me recuerda con muchísimo afecto. Por eso he matado mi último toro en Arlés, en la finca de Juan Bautista. Lo he dado todo, como durante toda mi carrera. Me voy enamorado de mi profesión y muy agradecido a mis amigos", afirmó Raúl Aranda a primera hora de la tarde de este domingo, nada más dar muerte a estoque a su último toro, un cinqueño de la ganadería de Michel Gallon.

Rodeado del cariño de su familia y de sus amigos, Raúl Aranda evocó las virtudes que jalonaron su carrera. Capotero de lujo y notable con la muleta. Le auxiliaron en la última lidia toreros de plata de ley, como Roberto Bermejo, José Gómez y Tomás Luna, con Rafael Sauco como picador. Como mozo de espadas, el exmatador Paquito Vallejo también quiso acompañar al maestro, figura máxima del toreo en los años 70.

A las tres en punto de la tarde aparecieron toro y torero en el ruedo. Halló un tesoro en el pitón derecho Raúl Aranda, costado en el que hiló más de una docena de pases con sabor, con aroma, con regusto de antaño. No acompañaba el piso del redondel, algo irregular. Quizá por eso mató mal, impreciso y blando, tras resbalar un tanto, hecho que para nada deslució la brillantez que exhibió en lances de extraordinaria calidad, muletazos de cartel. Todo ‘made in Raúl Aranda’.

Arlés significa el adiós de Raúl Aranda. Todo acaba, como decía el maestro nada más estoquear a su último toro. Todo acaba, como la vida de un ser, como un profundo querer, todo acaba. Eso sí, Aranda deja tras de sí una trayectoria de figurón y una vida de película. El hambre no le llevó al toro, sino el inefable Antonín Castilla. De viajar de maletillas en un tren a Illueca, para torear en una plaza hecha con carros, a lidiar con Paquirri la corrida de la Beneficencia de 1972, con don Álvaro Domecq a caballo por delante. Saludo del jefe del Estado y hasta el ofrecimiento de Carmen Polo de Franco de su médico particular para atender las heridas sufridas en el ruedo. Antes ya había tirado abajo la puerta del coso de Pignatelli de Zaragoza, desorejando una alimaña del Conde de la Corte. Y antes también, en la faena de su vida, cortó en Las Ventas de Madrid las dos orejas de Saladillo, el mítico toro de Galache que lo llevó a la eternidad de la tauromaquia.

Después fue cogido en la plaza de Vistalegre de Bilbao. La herida se infectó ya que la arena bilbaína era de playa. Ingresado en Cruces en estado gravísimo, a punto de que le amputaran el brazo, huyó del hospital con el mozo de espadas para ponerse en Zaragoza bajo el manto de Carlos Val-Carreres. Salvó el brazo y continuó toreando con esa clase exclusivamente suya. Lo dicho, de película. En tiempos excelsos para el toreo, con matadores de la entidad de Paco Camino, Palomo Linares, el Niño de la Capea, José Luis Galloso, Jaime Ostos, el Cordobés, Dámaso González, Paquirri o Antonio José Galán, Zaragoza tuvo un torero de bandera: el que este domingo mató su último toro, Raúl Aranda.

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