Los hijos culturales de los años 90 recuerdan con cariño las dos películas sobre la familia Addams dirigidas por Barry Sonnenfeld, estrenadas en 1991 y 1993. Su tono y su llamativo reparto contribuyen a ello. Lo evocado contrasta con la decepción que generó el filme de animación de 2019, el cual recuperaba un imaginario cuya primera etapa audiovisual se produjo en los 60. La curiosidad por comprobar cómo lucían los personajes bajo las formas digitales y el punto vistoso del aspecto visual chocaban con la irregularidad de la propuesta, deriva agudizada en ‘La familia Addams 2. La gran escapada’. El mal augurio que generaba el hecho de que la secuela se apoye en una premisa tan desgastada como la del viaje familiar para estrechar lazos se corrobora enseguida al percibirse que se trata de una obra que nace sin ideas, ya que la mayoría de las que introduce dejan una pobre impresión. La frustración instalada y varios momentos horribles supuestamente cómicos provocan que se haga eterna a pesar de sus 90 minutos.

Si en la anterior el humor negro y el juego con la cuestión de la diferencia aplicada desde lo monstruoso, lo alocado y lo disfuncional funcionaban a medias, en esta ocasión ni eso. El perfil y el vocabulario de Miércoles, la adolescente de mente brillante y actitud desganada, tampoco constituye esta vez asidero suficiente. El eje narrativo vuelve a construirse sobre la distancia entre la joven y su familia, tema ahora acompañado de las dudas acerca de si en verdad es una Addams, situación que como resulta evidente va encaminada al discurso de pertenencia y unión aunque el entorno tenga sus peculiaridades.

El carácter reiterativo y la escasa gracia se simbolizan en lo relacionado con el tío Fétido y en las escenas que parecen de relleno. Al menos la eficacia natural del mensaje y el guiño final a la icónica melodía con los chasquidos de dedos aplacan un poco las malas sensaciones.