HISTORIA DE ARAGÓN. ARTES & LETRAS

La muerte del cardenal Juan Soldevida un 4 de junio de 1923

El autor de 'La inocencia del cruasán' reconstruye el crimen de Torres Escartín y de Francisco a las afueras de Zaragoza, en la finca del Terminillo

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Desfile de la comitiva del entierro de Juan Soldevila por el Coso.
AHMZ/Doce Robles/Ciria.

Hace 98 años, pocos minutos después de las tres de la tarde del 4 de junio de 1923, justo enfrente de lo que hoy es el Hospital Clínico de Zaragoza, trece disparos hicieron tambalear medio siglo de régimen político hasta tal punto que, en septiembre, el capitán general de Cataluña daría un golpe de Estado para implantar su pretendida dictadura regeneracionista.

Dos hombres jóvenes aguardan entre los arbustos de un convento a las afueras de Zaragoza, en la finca del Terminillo, muy cerca del Manicomio y de las vías del tren. A pesar de la temperatura, lucen guardapolvos recién estrenados sobre sendos trajes con chaqueta y corbata. El sombrero bien calado apenas deja entrever sus rostros. Una mano sujetando el cigarro, la otra en el bolsillo acariciando la culata de la Star, esa vieja pistola que siempre se atasca.

A lo lejos se escucha el inconfundible rumor de un automóvil. Se levanta polvareda por el camino que va hasta Teruel. Solo existe una oportunidad. Como en la lucha de clases, no hay indulto. La justicia social es árida, seca, implacable, pero justicia al fin y al cabo, se repiten los dos jóvenes oscenses mientras abandonaban su escondrijo para salir al encuentro.

El chófer, Santiago Castanera, conduce un elegante Sunbeam matrícula Z-135. Un lujo rápido, ligero y cómodo. Tiene la ventanilla bajada para amortiguar el sofocante calor y de paso evitar escuchar la discusión de los parientes que transporta en la parte trasera. El sobrino se estaba pasando de listo pero el viejo zorro ya se las sabía todas.

Santiago podría haber conducido con los ojos vendados. Se sabe el camino de memoria, cada curva, cada bache, cada piedra, porque todas las tardes poco después de la comida, debe completar la misma ruta. Luego tendría unas horas libres y casi al anochecer debería regresar para desandar el camino y retornar al dueño del coche a sus aposentos. Poco podía imaginarse que aquella sería la última tarde que condujese el Sunbeam.

Joaquín Costa, a quien todo el mundo que quiere hacerse el interesante cita pero que rara vez han leído, ya explicó en ‘Oligarquía y caciquismo’ la red clientelar que los dueños del país habían entretejido en el mundo rural para apoderarse de todas las estructuras del poder, desde la economía a la cultura, pasando muy especialmente por la política. Como si de una premonición se tratase, casi simultáneamente a la publicación de aquella obra maestra, llegaba a Zaragoza Juan Soldevila Romero.

El arzobispo, al poco cardenal, senador vitalicio del reino y poseedor de una ingente fortuna, casi tan enorme como su influencia social, económica y política en el Aragón del primer cuarto del siglo XX, se había convertido en el arquetipo platónico de oligarca de los nuevos tiempos, de las nuevas ciudades que estaban creciendo al calor de una industrialización nutrida de mano de obra emigrada de los pueblos cercanos y, por ello, desarraigada.

Desde el asiento trasero de su formidable automóvil, el anciano de 80 años, escucha de fondo la voz de su sobrino sin prestarle atención. Como tampoco la presta a los incesantes rumores sobre su amante del convento hacia el que se dirigen, ni sobre su influencia en las casas de juego, ni sobre su control del sistema político, ni, por supuesto, sobre las acusaciones de estar detrás del terrorismo blanco que replica los envites anarquistas. A esas alturas de su vida está ya muy por encima de todo aquello. Santiago Castanera toma la curva con demasiada confianza pero se ve obligado a dar un frenazo que le acelera el corazón y provoca las protestas de los pasajeros. Dos individuos se acaban de lanzar al camino y por poco los atropella. Justo cuando iba a asomar la cabeza para increparles, se le corta la respiración. Como si fueran extensiones de sus manos, dos pistolas se alzan contra él. El pánico le cierra la garganta y le paraliza el cuerpo.

Hacía ya tiempo que un atractivo y corpulento anarquista tenía en su punto de mira a Soldevila. Se había trasladado a Zaragoza atrayendo a varios de sus correligionarios y fundando el mítico grupo Los Solidarios, destinados a cometer lo que para unos fueron espectaculares hazañas y para otros imperdonables tropelías. Robar la sucursal del Banco de España de Gijón, el atraco más famoso hasta entonces de la historia de España, o acabar con un hipócrita millonario que no tendría hueco en el reino de los cielos pese a su fajín encarnado, serían dos de ellas.

Pero a Buenaventura lo metieron en la cárcel y tuvo que delegar la labor en dos de sus camaradas. Ambos demuestran nervios de acero, empuñan sus viejas pistolas y, mientras observan cómo el rostro del chófer se descompone, rodean el lujoso automóvil y comienzan a disparar desde la orilla opuesta a la piedad. Entre gritos y gorgojos, las Star se atascan pero ya habían descargado trece proyectiles alcanzando, con toda probabilidad, su objetivo. Se lanzan a la carrera siguiendo la dirección de la acequia de la Romareda en busca del cobijo de las casas de Delicias. Lanzan los abrigos y las armas, y desaparecen.

Cuatro días más tarde, la ciudad de Zaragoza vivirá uno de las acontecimientos más multitudinarios que se recuerdan. La procesión con el cadáver partirá del palacio arzobispal, subirá por Don Jaime I, atravesará la actual plaza de España y regresará por Alfonso I hasta la basílica del Pilar. Los restos de Juan Soldevila Romero descansan frente a la Virgen del Pilar en una tumba que millones de personas han pisado y en la que pocas han reparado. Muy al contrario que su amigo el rey Alfonso XIII, quien siempre se alojaba en su casa.

Las trece balas que Francisco Ascaso Abadía y Rafael Torres Escartín descargaron a las afueras de Zaragoza aquella calurosa tarde de junio, de la que mañana se cumplen 98 años, estremecieron a la nación y, sin ellas, es imposible comprender ni la historia que estaba por venir ni la que dejaban atrás.

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