POESÍA. OCIO Y CULTURA

Adiós a la voz íntima y cívica del poeta y arquitecto Joan Margarit

El premio Cervantes de 2019, autor de una obra lírica poderosa y variada, desaparece a los 82 años a consecuencia de un cáncer

Muerte el poeta y arquitecto Joan Margarit.
El poeta se inclinó a partir de 1980 por el uso del catalán.
Efe.

ZARAGOZA. Joan Margarit (Sanaüja, Lérida, 1938-Barcelona, 2021), que falleció ayer de cáncer linfático a los 82 años, tenía una cosa muy clara: jamás quiso ser un poeta maldito, por eso en su ‘Autorretrato’ confiesa que "me apaño siempre sin idealismo". Es una forma de decir que siempre quiso ser un poeta al cabo de la calle, un poeta que quería hacerse entender con las palabras verdaderas, diáfanas, fluidas, contando las pequeñas cosas de cada día, el dolor, los secretos de familia, la pasión por las mujeres, la percepción de la ciudad y la huella constante de sus poetas más amados: Machado y Juan Ramón, sin duda, Pla, que era un vate incrédulo y sarcástico en prosa, Gil de Biedma o Paul Celan, Góngora o Quevedo.

Nació un tanto por azar en Sanaüja (Lérida), donde cogió la Guerra Civil a sus padres, muy cerca del frente del Ebro. Ese asunto le daría para reflexionar una y otra vez sobre el dolor, los éxodos, la confrontación social, la enemistad y el desarraigo, como se ve en tres de sus mejores libros: ‘Cálculo de estructuras’, que tiene mucho que ver con la asignatura que daba en la Universidad Politécnica, ‘Estación de Francia’ y ‘Casa de Misericordia’, quizá su libro más famoso y más redondo. Los tres constituyen, como recuerda su amigo José-Carlos Mainer, "la contienda/civil en donde empieza mi pasado".

Inspiración, lengua y guerra

Más tarde se trasladó a Barcelona e hizo de la ciudad su reino, en la que se reconocería algunos años después. "De ella me enamoré en mi juventud", dice en ‘Mi oda a Barcelona’. Era el territorio de los sueños, de la posguerra y sus historias menudas, de los amigos, de los primeros estudios; más tarde se iría a Tenerife y allí cursó Arquitectura. Como su padre; su madre era maestra. Joan Margarit no tardará en descubrir su pulsión poética, y jamás renunciará a ella: primero fue poeta en castellano, tras el debut en 1963, en 1975 publicaría ‘Crónica’, en la famosa colección Ocnos, y sería en 1980 cuando empezó a escribir en catalán. "Me ahoga el castellano, aunque nunca lo odié", confesaría.

Fue un reencuentro con la lengua, un paso natural, sin duda, impulsado por el poeta Miquel Martí i Pol, y ahí pareció sentirse muy cómodo. Él mismo reivindicó en varias ocasiones la dignidad de la lengua y su propia dignidad: sentía que en catalán encontraba su expresión, su ritmo, el temblor esencial del corazón. Halló su voz interior entre otras voces, al abrigo de Marti y Pol, Salvador Espriu y Joan Vinyoli, y ahí dentro también latían el tormento y la incertidumbre. En ‘Mi oda a Barcelona’ dice: "Nada ni nadie es la poesía,/pero en ella me salvo de este monstruo/que acecha en mi interior,/esa bestia que me hace compañía".

Su obra no ha hecho más que crecer con el paso del tiempo. Creció con su madurez, contra la sinrazón y casi a la par de su profesión. Aborda la condición humana y su complejidad: es esposo y soñador del amor, padre de varios hijos y en particular de Joanna, la joven que tenía síndrome de Down, y la que cuidó en la vida y en la lírica; le dedicó un poemario impresionante, ‘Joanna’ (2002), recordado por todos sus lectores, pero esa joven aparece en otros textos. Como si anticipase su propia muerte, Margarit escribió hace años: "Solo sé que me marcho con mis muertos".

Como los grandes poetas, la literatura, la poesía (el poeta social que fue era capaz de decir: «Me importa lo que sucede en la noche/estrellada de un verso») y el lenguaje forman parte de sus desvelos: con los tres se alzó de la niebla y del espanto con una poesía humanista, habitada por la emoción y una arquitectura de sonidos y de compromiso, que le mereció casi todos los premios: el Premio Nacional en 2008, el Premio Reina Sofía en 2017 o el Premio Cervantes en 2019. Margarit defendió, sílaba a sílaba, como grandes edificios necesarios, la belleza, la moral y la verdad.

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