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David Grossman, ecos de vida

El autor judío se interna por los vericuetos del dolor del holocausto en su novela 'La vida juega conmigo', que publica Tusquets.

Nueva novela de David Grossman.
David Grossman es, año tras año, candidato al Premio Nobel.
Kobi Kalmanovitz.

A veces el silencio es como ácido sulfúrico, ese vaho que deshace todo lo que encuentra a su paso, el aliento que desfigura biografías. Un juego siniestro que acaba con la orientación de cualquier ser humano. Y eso es lo que les pasa a los cuatro protagonistas de ‘La vida juega conmigo’ del escritor israelí David Grossman (Jerusalén, 1954), una hermosa historia sobre segundas oportunidades con una personalidad aplastante, con unos perfiles emocionales que caminan hacia una eternidad sustanciosa dentro de la memoria del lector. 

Una reunión familiar, al abrigo de un Kibutz (un refugio de amor y vida para quien huye del largo aliento socialista en los años 40 y 50 de siglo pasado) se convertirá en una madeja que al ir desentrañándola marcara la carne y el alma de quien tenga el arrojo necesario para deslizarla entre sus manos. 

Todo comienza cuando Nina, una mujer de mediana edad, viaja a Israel para celebrar el 90 cumpleaños de, Vera, su madre. Su llegada supondrá la aparición de un misterio, de un drama, de una incógnita de movimientos lentos. Nunca se han llevado bien (hay una herida unidireccional entre ellas) y ni siquiera el ambiente de celebración será capaz de obrar el milagro que ambas necesitan. A su lado la complicidad de Rafael, hijastro de Vera, el marido devoto y siempre perdedor de la errante y libertina Nina, y padre de Guili, la narradora que a veces olvida la primera persona porque llena de llagas su garganta.

Cuatro protagonistas acorralados en una ruleta rusa de evocación extrema que los mantendrá a la intemperie mientras dure la narración. La memoria está a veces construida con ferralla vendida por el diablo y este libro es una prueba incuestionable de ello. Todo es extremado en esta batalla dialéctica que escribe Grossman, los diálogos de los protagonistas se deslizan sobre la piel del lector como se desliza el aceite caliente sobre la blandura de la carne que el cocinero mete por primera vez en la sartén. No hay ninguna palabra en este texto que tenga un solo significado, en él la polisemia de la palabra dolor es un monstruo que proyecta las mismas sombras que la cabeza de Medusa.

Su férrea musculatura es un edén para el desasosiego y para el cinismo. El viciado lenguaje en la memoria de las hijas y el viciado lenguaje en las bocas de las madres como dos látigos condenados a destrozarse entre sí, a claudicar entre sangre y saliva, a dejar seco el porvenir: «Un enorme borrador pasa una y otra vez sobre la conciencia. Y luego Nina se fue. Una mañana, cuando nos levantamos ya no estaba. Seguro que oyó un silbido debajo de la ventana, un silbido en una frecuencia que solo las perras como ella son capaces de oír. No se llevó ni el cepillo de dientes», dice.

Grossman usa a dos de sus protagonistas, Vera y Nina, para contar la estancia de la primera en el único gulag, la Isla Desnuda o Goli Otok, que desfiguró el paisaje de la antigua Yugoslavia durante el atroz mandato del dictador Tito. Los pasajes referidos al cautiverio son espeluznantes, pero al mismo tiempo poseen ese poder romántico que solo los supervivientes son capaces de arrancarle al pasado. Vera es un titán que no sucumbirá a la delación, sean cuales sean los efectos de su valentía.

"‘La vida juega conmigo’ es sin duda la historia de la desesperación más absoluta, de la enemistad más superlativa entre madres e hijas que yo jamás haya leído"

Efectos que caen como metralla sobre el porvenir de su hija y de su nieta, dos mujeres que serán para siempre una pausa indomesticable, un paréntesis que acabará estallando cuando decidan volver al campo de reeducación en el que la abuela pasó tres largos años de su vida. A simple vista podría parecer que es una historia que se ha contado muchas veces, sin embargo el autor introduce como elemento novedoso la necesidad de que la confesión no alimente solo la voracidad del aire, y por eso escoge para su protagonista más joven el oficio de continuista, de ‘script’. La atrocidad debe estar formada por voz, por miradas, por gestos. Esta historia a cuatro bandas ha de ser grabada y escrita para que nada escape a la supervivencia. Por eso hijastro y nieta grabarán con una cámara Sony las confesiones de la aguerrida Vera hasta completar ese puzzle de imágenes poco comerciales que es su vida. Sin embargo no siempre un director de cine puede ceñirse al guión escogido, a veces ocurre que un actor secundario obtiene sin siquiera imaginarlo la notoriedad destinada al actor principal.

‘La vida juega conmigo’ es sin duda la historia de la desesperación más absoluta, de la enemistad más superlativa entre madres e hijas que yo jamás haya leído. La dialéctica de las generaciones endureciéndose mientras la carne de la anterior se aja. Las reflexiones de Guili, la nieta, son duras como piedras en la boca seca de un tartamudo que ha de emprender su discurso.

Es un enigma hidratado por el eco de un sueño reventado por los sátrapas, por el eco de un primer amor, por el eco de un abandono, por el eco de la venganza, por el eco de la honestidad y sobre todo por el eco de ese tronco hueco que es en demasiadas ocasiones nuestro árbol genealógico.

No dejen de leer esta novela porque cada una de sus frases exhala un diamante con el que pulir nuestro propio destino, porque su coherencia construye una inesperada trampilla por la que lanzar sin pudor a la molicie. 

No dejen de leerla porque les hará recordar que nuestra manera de olvidar es a veces un holocausto denso y frío para otras vidas.

LITERATURA JUDÍA

'La vida juega conmigo'. David Grossman. Trad. de Ana M.ª Bejarano. Lumen, Barcelona, 2021. 331 pp.

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