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Santiago Auserón: "Mantengo una relación íntima y profunda con Aragón"

El músico zaragozano acaba de editar, transmutado en Juan Perro, el disco ‘Cantos de ultramar’, en el que vuelve a exhibir su clase innata para navegar en el son, el rock o el jazz

Santiago Auserón empuña la guitarra en su residencia madrileña.
Santiago Auserón empuña la guitarra en su residencia madrileña.
Enrique Cidoncha

¿Cómo está gestionando personal y profesionalmente estos meses tan extraños?

Con algunas contradicciones. Durante el primer confinamiento la amenaza se sentía en el aire, pero el aire estaba inusualmente limpio, la luz más nítida. Por primera vez desde hacía años pasé unos meses sin viajar, me concentré en el estudio, en la composición, escuché mucha música, leí unos cuantos libros y asistí al florecimiento de las plantas. A las ocho de la noche, en mi barrio los aplausos competían con el himno nacional, que ponía a toda mecha un vecino inalterable.

Este año solo ha podido ofrecer unos pocos conciertos, como uno en el Teatro Cervantes de Málaga. ¿Cómo es la experiencia del directo en esta nueva normalidad, con aforos reducidos, el público sentado y con mascarilla?

Los primeros conciertos en formato solo fueron un poco tensos, la verdad, pero luego todos entendimos que había que aprovechar cada ocasión y hubo momentos muy especiales. Sobre todo con la banda, en el Cervantes de Málaga. Todos los conciertos habían ido cayendo y llevábamos seis meses sin vernos, desde el viaje a Colombia en febrero. Había ganas de tocar, los chicos se salieron del mapa y la gente lo pasó bien. Estamos locos por repetir la experiencia.

Otra de sus actuaciones fue en la Cartuja de los Monegros, en el festival Sonna. ¿Cómo valora iniciativas como la de este festival que ha llevado la música a parajes altoaragoneses?

Fue otro día de emociones fuertes. Mi padre era de Sariñena, yo llevaba sin ir por allí cincuenta años. Me gustan los Monegros y el Alto Aragón, he vivido en Jaca y en Canfranc. Me gusta el humor –tirando a negro– de la gente. Una jacetana que vino al concierto me contó que al llegar a Sariñena preguntó en un bar si se acordaban de los Auserón. Un parroquiano curtido le informó: "¿Auseroooón? Si hombre, hace mucho... Venía con un "polideportivo" (sic) y traía una mocetaaaas...". Se refería a mi padre Goyo o quizá a mi tío José Luis, que manejaban los carros prestados de sus amigos de la base. Esa sorna que confunde el léxico moderno es literatura de primera. Los Monegros son una reserva espiritual. Agradezco de veras al Sonna la iniciativa y le deseo larga vida.

En Aragón se sigue su carrera con respeto y admiración, pese a la distancia física desde hace tantos años. ¿Siente ese cariño íntimo de los aragoneses? ¿Cómo es su vínculo afectivo con su tierra?

No me gusta hacer la rosca a los míos. Me he educado como un nómada desde los ocho o diez años y me siento bien siendo forastero en todas partes. Pero uno está hecho de ciertas entretelas y eso no se puede cambiar. Cuando llego a mi ciudad natal, a Huesca, a Teruel o cualquier pueblo de Aragón, me siento como un instrumento dispuesto a dar el tono. Reconozco el aire, la luz, el rumor del agua, los matices del habla, se apodera de mí una exaltación que casi me ruboriza, que tengo que moderar. Mantengo una relación íntima y profunda con mi tierra.

En Zaragoza vivió gran parte de esa patria común que es la infancia. ¿Qué recuerdos le asoman de aquella ciudad y su vida en ella?

A veces me vienen sensaciones fugaces del niño que jugaba en las calles del Gancho, que cambiaba tebeos en Casa Amadeo y erraba sin permiso por el Coso y por el Tubo, siguiendo una frontera apenas separada de la pobreza. A veces ese niño insensato se gastaba el dinero de la compra en una máquina de discos o en una tómbola. Todavía estoy viendo la cara de mi madre. Era una mujer guapa, con mucho carácter y también muy divertida, nos hacía aprendernos las zarzuelas que daban por la radio, nos enseñaba a bailar. Me enseñó a leer con tres años, antes de ir a la escuela. Cuando pudimos cambiar de barrio, me escapaba a cortar cañas por la orilla del Huerva. Tengo metido dentro el olor del río.

¿Qué importancia tuvo el hecho de que su padre trabajara durante más de ocho años en la base aérea con su pasión por la música y su visión tan desprejuiciada y amplia de la misma?

Mi padre era topógrafo y trabajó en la construcción de las pistas de la base. Aprendió inglés y se quedó en el club de entretenimiento de los soldados. Llevaba el bingo, la gestión de la orquesta, la organización de las fiestas. En aquel piso moderno y luminoso de Mariano Barbasán se juntaban los amigos americanos para tomar copas y bailar hasta las tantas. Venían también algunos de los ‹‹Magníficos›› del Real Zaragoza, Yarza, sobre todo, también Cortizo e Isasi, alguna vez vino Lapetra. Y había unas ‹‹mocetas››, como decía el otro.... Con vestidos cortos de volantes muy airosos. A la puerta de casa, siempre aparcados un Mercury verde y blanco, un Chevrolet negro. Ya ves, puro rocanrol en la heroica ciudad de Zaragoza. Lo mejor eran los discos que traían y se quedaban en casa: Armstrong, Ellington, Ella Fitzgerald, Nat King Cole, Mel Tormé, y Sinatra, claro, que junto con Louis Armstrong era el ídolo de mi padre. Siempre le tuve un poco de manía a ‹‹La Voz››, pero ahora, cuando quiero aprenderme un estándar, recurro tarde o temprano a su dicción ejemplar.

¿Visitó alguna vez la base? Aquello debía ser lo más parecido a ir a Disney para un niño de los 60.

Sí claro, íbamos a menudo, los críos de los empleados españoles flipábamos con los helados y con la crema de cacahuete. Las fiestas eran como de película, un mundo de sabores, olores, sonidos y luces distintos que culminaba con fuegos de artificio. Pero con seis o siete años ya percibía algo confuso y misterioso en el ambiente de la base, un clima de rígida autoridad tras las apariencias festivas. Los aviones y los helicópteros me parecían monstruos. El significado de todo aquello lo entendí después, viviendo en el campo onubense.

¿Qué le reportó el paso por la Universidad, donde cursó Filosofía?

Aunque era bachiller de ciencias, decidí que quería estudiar Filosofía. Cuando llegamos a Madrid, después de hacer COU en una Academia de Alonso Martínez que estaba junto al club El Junco, me matriculé en la Complutense, sin dejar de trabajar de delineante. La Filosofía era –y es– una pasión libertaria. Tuve algunos profesores excelentes.

La música ha sido y es su modo de vida desde hace 40 años. ¿Qué le proporciona para que se mantenga inquebrantable su compromiso y pasión con ella?

Como estudiante de Filosofía, la música me proporcionó tema para reflexionar largo y tendido. Como oficio, es un sueño cumplido, desde crío quise estar en un grupo. Después de 40 años, hacer canciones sin prisa es un medio para escapar de la inercia, de la banalidad, del afán de éxito o de lucro. Cuando uno pone la música por encima de todo, las relaciones humanas se hacen más auténticas.

Un buen ejemplo de este amor y de estas ansias irrefrenables de experimentar y aprender es este ‘Cantos de ultramar’, en el que retoma 12 de las canciones de su anterior disco y las revisita envolviéndolas en nuevos ropajes sonoros. ¿Cómo ha sido el proceso junto a los cinco grandes músicos que le han acompañado?

Hemos apostado por dar prioridad a la maduración de la sonoridad y del repertorio, antes que a la novedad. Empezamos por rodar las canciones en directo, primero en formato pequeño y luego en la banda, compuesta por músicos muy valiosos. Me propuse hacer una versión acústica desnuda de dieciocho canciones, de las que se editaron quince en El viaje (2016). Seleccionamos luego doce de ellas y hemos pasado cuatro años más puliéndolas en directo, en el local de ensayo y en el estudio, escribiendo arreglos y nuevas partes instrumentales. Ese largo proceso culmina en Cantos de ultramar. Ahora tenemos una sonoridad y un repertorio depurados que indican el camino a seguir para las nuevas canciones.

Como bien dice en las notas que acompañan al disco, “asumo el riesgo de quedar al margen de los canales más populares”. Una personalidad y una apuesta que son marca de la casa. ¿Siente que el tiempo le ha dado la razón en seguir esas carreteras no tan transitadas?

La canción popular en España se ha visto metida en el embudo del negocio televisivo y publicitario, convertida en producto de invernadero, sometida a cánones repetitivos, que confunden la sensibilidad musical con la sensiblería y el fingimiento. Fuera de eso parece que no hay vida, pero no es cierto, sí la hay. Es un privilegio poder llevar la canción popular española del lado de las artes menos comerciales. No espero que el tiempo me dé la razón, con sobrevivir y mantener mi equipo de trabajo haciendo lo que me gusta me conformo.

En tiempos de redes sociales y plataformas virtuales, es loable su apuesta por el formato físico y la forma con que lo mima, con la gloriosa edición en libro-disco o el vinilo.

Trabajamos para un círculo de gente que aprecia el cuidado artesanal, poco importa que sea reducido. La música bien elaborada produce buenas sensaciones y estimula el entendimiento. En este disco, además, nos ha parecido que las canciones podían dialogar bien con una presentación en forma de libro de arte.

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