verano

La nueva Ibiza es la vieja Ibiza

Propicia en este verano tan especial y diferente el fin de la extravagancia y de los desmadres, y da la bienvenida a la vuelta a los básicos.

Vista panorámica de Cala d'Hort, en Ibiza.
Vista panorámica de Cala d'Hort, en Ibiza.
Rosa Palo

En el imaginario colectivo, Ibiza es la isla de la marcha, del desmadre, de los yates soñados, de las fiestas interminables, del 'flower power', de los futbolistas, de Pocholo y su mochila, de los famosos de medio pelo, de pelo trasplantado y de pelazo. Antes había sido la isla donde pillaron a Cayetana de Alba tomando el sol en toples y en la que coronaron a Marta Chávarri como 'Lady España'. Y mucho antes aún fue la isla de Smilja, una princesa que no era princesa y que inventó la moda adlib, y de un grupo de hippies entre los que se encontraba Antonio Escohotado. Por aquel entonces, tal y como cuenta en ‘Mi Ibiza privada’, Escohotado soñaba con poner un equipo de música en medio del campo y cobrar entrada con copa a cinco duros. Aquella idea peregrina sería el germen de Amnesia.

Con la llegada del turismo salvaje, Escohotado confesó que sólo pagaría por no entrar allí. Ahora, aunque quisiera, Escohotado no podría entrar ni en Amnesia ni en ninguno de los grandes templos paganos de la isla: están cerrados. Casi la única arquitectura de la que se puede disfrutar este año es de la creada por la naturaleza, que no es poca. Ibiza es la posibilidad de una isla distinta, desconocida, vacía. Tanto, que asombra: ni rastro de las extravagancias que la hicieron famosa, ni de las multitudes que nos quitaban las ganas de ir a visitarla. Ya en 1933, el filósofo Walter Benjamin se quejaba de la cantidad de turistas que había en Sant Antoni, y abominaba de la próxima apertura de un hotel. Paradójicamente, Benjamin era berlinés: nuestra capacidad para reconocer el turista en el otro, y no en nosotros mismos, viene de lejos.

Lo que el verano pasado hubiera sido impensable, como encontrar mesa en un restaurante sin reserva previa, hoy es posible: se puede hasta deambular por las calles del West End de Sant Antoni de Portmany sin poner en peligro tu integridad. Allí, en ese abrevadero y aliviadero para guiris que van a desfasarse hasta perder el control de la cabeza y de los esfínteres, los bares están cerrados. Ni un alma. A las diez y media de la noche, sólo me encuentro a una chica con su hija en la silleta. «Es la primera vez que paso por aquí en mi vida», me dice. Y sigue andando por una calle vacía.

En el paseo marítimo de Sant Antoni sí hay gente. La ronda nocturna para bajar la cena y tomar el fresco podría ser la de cualquier playa familiar: abuelas cogidas del brazo, niños en patinete, parejas arregladas como para una boda por lo civil, chicas todavía en pareo y guiris jóvenes y despistados con la cerveza en la mano. No hay tipazos sobre plataformas moviendo abanicos gigantes, ni gogós que quiten el sentido repartiendo flyers de discotecas, ni ingleses vomitando en las esquinas. No hay marcha, Ibiza, Locomía.

Un ciclista se para a hablar con un grupo de mujeres que pasean en dirección contraria. «Yo lo siento por los que lo están pasando mal, pero esto debería de suceder una vez cada diez años», dice mientras comienza a pedalear de nuevo. Las palabras se quedan flotando en el aire, pero me da tiempo a atraparlas. El ciclista es una Ibiza, la que está feliz por haber podido recuperar la isla del asedio de los nuevos piratas, los que llegamos en pantalones cortos y chanclas. La otra Ibiza, la que sólo puede sobrevivir gracias a los turistas, está preocupada; me la encontraré en un quiosco de Santa Eulalia del Río. Su dueña es rubia natural y tiene unos ojos azulísimos: ha estado tantos años poniéndoles cervezas y sangrías a los extranjeros que ha acabado pareciéndose a ellos. Pero, probablemente, este invierno volverá a ser morena. «Aquí vienen siempre familias holandesas, inglesas y alemanas. Y este año no han venido, que a las doce y media de la noche, como mucho, estamos cerrando. No hay nadie. Tengo una muchacha que me dice: ‘Jefa, yo no quiero librar ni un día este verano, ni un día, que si no no puedo pagar el alquiler’. Y no te digo nada de los taxis. Dile, dile a ella que te cuente lo del taxi».

Le digo a ella que me cuente lo del taxi, y me lo cuenta. Que están arruinados. Que no hay una carrera que echarse al taxímetro. Que no saben cómo van a sobrevivir este invierno. Que hay muchos hoteles que todavía no han abierto porque están haciendo una apertura escalonada. Y sí, es cierto, me lo corrobora Coral: «En nuestro grupo aún tenemos algunos cerrados, y vamos concentrando a los huéspedes en cinco hoteles».

¡Quedar a tomar café!

Coral es una amiga con la que he quedado para tomar un café en Ibiza. Nunca pensé que diría eso: «Quedamos a tomar un café en Ibiza». Como si fuera yo Tita Cervera. Pero, en este verano raro, todo puede suceder. Hasta que haya gente que decida ir a la isla para verla como nunca antes la han visto. Es el caso de un camarero también rubísimo, también con los ojos azules, que ha venido de Barcelona para hacer la temporada. «Todo el mundo me decía que estaba loco, que cómo me venía a trabajar precisamente este año. Pero yo quería venir para ver la isla así. ¿Tú sabes lo que mola tener las calas enteras para ti, como si fueras el último hombre vivo sobre la Tierra?», me dice mientras me sirve un arroz caldoso y yo le pego al vino blanco. La cosa tampoco es tan idílica como la cuenta, que a veces hay restricciones de aforo en algunas calas, como Cala Conta, Cala Bassa y Cala Saladeta. Pero algo sí que es cierto: si él fuera el último hombre vivo sobre la Tierra, sería el espécimen más adecuado para repoblarla. De hecho, mejor repoblarla con él que con los pocos guiris con los que me he cruzado en el hotel. A las diez de la mañana, ya están medio borrachos en la terraza. No saldrán de allí en todo el día; van de la piscina a la barra y de la barra a la piscina. Parece que quieran probar toda la carta de cócteles; deben creerse Hemingway en Cuba, aunque, posiblemente, no distingan una isla de otra. En un rato, tampoco distinguirán su habitación de la de al lado.

Esa es la poca fiesta que veo en Ibiza. Un fiesta pobretona, de hooligan venido a menos, de gente que ha ido a quemar la isla y se tiene que conformar con una caja de cerillas. Porque las grandes juergas, las míticas, las del despilfarro y la opulencia, las de los láseres y las catarsis colectivas, las que te permiten compartir baño con Kate Moss y selfi con Paris Hilton, están ocultas: a pesar de la amenaza de sanción por parte de las autoridades, hay empresas que ofrecen fiestas en villas privadas. Una de ellas, a partir de cuarenta mil euros. Ni Neymar celebrando sus cumpleaños.

Mientras, la Ibiza pública, la que está al sol y al aire, es más payesa que nunca. La gente sale a media tarde buscando la sombra, paseando por las plazas, curioseando entre cestas de mimbre, parándose a charlar con un vecino al que reconoce a pesar de la mascarilla. Y todo es lento, tranquilo, de embutido y 'pa amb tomàquet'. La nueva Ibiza es la vieja Ibiza.

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