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El siglo de Luis Puntes

El próximo sábado se cumple el centenario del nacimiento de este artista nacido en Muel y que desarrolló su carrera laboral y creativa en Zaragoza.

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Luis Puntes, en su estudio junto a varias de sus obras.
Pepe Casas

No existe mayor éxito para un artista que su obra se incruste en el imaginario colectivo, que habite entre su gente como muestra imbatible de su legado inmortal. Es el caso del pintor y escultor Luis Puntes, del que el próximo sábado se cumple el centenario de su nacimiento un 18 de abril de 1920 en Muel. Una pervivencia que corroboran los zaragozanos que día tras día transitan por delante de su emblemático ‘Tirador de barra’ en el andador de Luis Puntes, entre la avenida de Tenor Fleta y el Parque Miraflores. O aquellos que se detienen ante la ‘Piedad’ de bronce que corona el panteón en el que descansa en el cementerio de Torrero desde su fallecimiento el 13 de febrero de 2004.

A lo largo de sus 83 años de fructífera existencia, alimentó una vocación artística que le granjeó reconocimientos y aplausos. Una carrera que contó con hitos como la gran exposición antológica que le dedicó el Ayuntamiento de París en abril de 1989 en el Salon du Vieux Colombier; o la extensa muestra –medio centenar de piezas– que ese mismo año acogió el patio de Santa Isabel de La Aljafería.

El kilómetro cero de este matrimonio con el arte se sitúa en esa patria común que es la infancia. A los nueve años, el periódico ‘La Voz de Aragón’ ya publicaba sus dibujos. «Contaba escuetamente que todo empezó con una caja de pinturas que le regalaron cuando cayó enfermo de pequeño y tuvo que estar un periodo muy largo en cama sin salir de casa. Su infancia por las calles de Muel le otorgó una libertad que supo apreciar: los olores, los colores, el silencio, que posteriormente le llamarían para ser pintados ‘del natural’. Recuerdo que comentaba haber ido al río con su padre –zapatero de profesión– a pescar muchas veces y esa agradable sensación de estar al aire libre sintiéndose amado, probablemente le acompañase en los años posteriores. De su etapa en Muel quedó sobre todo eterna la admiración y el amor sincero por los paisajes que lo rodeaban, plasmada posteriormente en sus obras», rescata su hija Ángela Puntes.

Unos paisajes y unas experiencias que dejó atrás cuando la familia se mudó a Zaragoza, en busca de un porvenir económico y profesional más halagüeño. En la capital aragonesa se inscribió en la Escuela de Artes cuando la Guerra Civil impactó en su adolescencia y juventud. «Solía decir que aprendió a amar la vida durante la guerra. Sólo tenía 16 años cuando le tocó vivir esa situación. Así que, por muchas veces que se le presentase la muerte a su alrededor (y fueron unas cuantas), él siguió centrado principalmente en las tres cosas que le daban sentido a su vida: trabajo (su mínimo proteico, como solía decir), arte (su evasión para el dolor mediante la belleza) y familia (su mundo afectivo)», indica Ángela Puntes.

En aquella España de posguerra, de aceite de ricino y de cartillas de racionamiento, compaginó su labor empresarial –fundó Cauchos Puntes– con la faceta artística, siempre alentado por su esposa Teresa. «Mi padre perteneció a una generación a la que la palabra sacrificio no le era ajena. Además, contaba con mi madre trabajando desde el primer día con él, así que llegaron a pasar mucho tiempo juntos. Muchas horas en la empresa. Años sin apenas vacaciones. A los dos les gustaba lo que hacían y le dedicaban toda la pasión y la energía que tenían. Podía compatibilizarlo con el arte porque cuando no trabajaba estaba creando, y contaba con la generosidad de mi madre, que le cedía en ese sentido todo el tiempo que necesitaba, siendo como éramos una familia grande. Era un padre y un marido presente, pero de poco parque y nada de bares. Era sencillamente, un hombre de su época y como tal, tenía claras sus prioridades», prosigue Ángela.

Primeros reconocimientos

Aquellos años cincuenta y sesenta fueron prolíficos en lo creativo pero de escasa proyección pública. En 1951 obtuvo el primer premio de pintura del Salón de Otoño de Zaragoza con ‘Calles de Albarracín’, que fue seleccionada en 1953 para participar en la Bienal Hispano Americana. En 1955 obtuvo la Medalla de Oro en el XIII Salón de Artistas Aragoneses. Además, fue miembro fundador del Estudio Goya, un colectivo de artistas que trataron de suplir las carencias culturales en un momento en el que en España se registraban movimientos similares.

Pese a que los focos del reconocimiento no se intensificaron hasta los ochenta, el muelense se parapetaba en el estudio que construyó junto a su empresa. «Tuvo varios estudios a lo largo de su vida, pero el más destacado y donde concentró todo su arte fue en una habitación semicircular junto a las oficinas de la firma de cauchos. Era un lugar amplio y bien iluminado que llenaba de artilugios que él mismo se solía construir, como la prensa para los grabados o el torno para el barro. Una mesa reciclada de madera con una plancha de goma, sostenía los botes de pinceles, cinceles, aguarrás, cajas de pinturas de acuarela, tubos de óleo. Conforme iba creando iba añadiendo obras de todo tipo a su alrededor y las esculturas convivían armónicamente con los cuadros que en paredes o por el suelo iban apareciendo y haciendo del estudio un lugar cada vez más rico y diverso. A temporadas hacía grabado y a temporadas acuarelas o escultura. Era polifacético y libre en su expresión. Creaba lo que deseaba y dejaba a la vista lo que le parecía», describe con abrumadora precisión su hija.

Puntes, que fue también coleccionista de arte contemporáneo, recibió en su último tramo vital la atención a la que se había hecho acreedor. A las dos antológicas de 1989 anteriormente mencionadas, se sumó el 5 de diciembre de 1991 la inauguración del andador que lleva su nombre en Zaragoza, con la guinda de cuatro metros de su escultura ‘El tirador de barra’. Un imponente puzle de chapas de hierro procedentes de desechos industriales que grita al mundo el talento y la constancia innegociables de Luis Puntes. «El tirador nos recuerda que el arte de nuestra tierra es importante porque habla de todos nosotros, de cómo hemos sido, de nuestro carácter, de la belleza que lo contiene, que hace de este mundo, de esta Zaragoza, un lugar más habitable. El arte influye y debe ser para bien. Hacernos pensar, invitarnos a parar», concluye Ángela Puntes. 

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