literatura. cuentos contra el virus 19

'Sucedió', un relato familiar de Ramón Acín

El escritor y profesor, coordinador durante años de 'Invitación a la lectura', explora el mundo de las relaciones humanas y la vecindad de la muerte

Ramón Acín. Cuentos contra el virus, 19
Un mundo imaginario de colores y atmósferas para Ramón Acín.
Víctor Meneses.

A la muerte

A la muerte de mi madre no quise fisgar en armarios y cajones. Ni siquiera en el pequeño joyero de piel que le regalé un cumpleaños y que sustituyó a la caja metálica de dulce de membrillo (‘Rafael Estrada’. Puente Genil, recuerdo que denunciaba su tapa) de cuando yo aún era niño. Tampoco quise saber si aún guardaba la caja de mazapán (‘Confitería Casado’, Toledo) donde acumulaba, como una fortuna, fotografías de ancestros familiares. Sin duda, ambas seguían donde siempre ella las tuvo, ocultas al fondo de la alacena del comedor.

En realidad, no sé la causa de esa dejadez y falta interés míos ante los objetos residuales de mi madre. Pero, al morir, me pareció que lo correcto era no alterar su quietud de sombras y preservarlas a la curiosidad de miradas ajenas, aunque fueran de la familia. Curiosear y hurgar me hacía sentir obsceno. Además aquel pasado me escocía, porque, a su manera, seguía vivo en las cajas que, durante la infancia, me atrajeron imanes. No quise saber y las abandoné como abandoné otras pertenencias maternas. Despidiéndome con un adiós mudo y furtivo para no volver a verlas jamás. Olvido al olvido. Las abandoné como había abandonado a mi madre a la boca del crematorio. Ceniza a la ceniza. Puente de plata y a bregar en la vida, me dije para aliviar el acre sabor de la desdicha y sazonar el dolor de la ausencia materna. Después, entregué las llaves a la inmobiliaria y, al abandonar la ciudad, por si fuera necesario, dí copia a mis sobrinos, más como una carga del tío jeta que se las pira que como instrucción para amparar la venta del inmueble.

Los sobrinos

El tiempo todo lo puede y todo lo guarda. Y ese todo aflora cuando menos se espera. Mis sobrinos, en el hospital, mientras me quejaba de las sábanas, han soltado la bomba. Y su potente explosión me ha enquistado el desasosiego en poro, reviviendo el pasado con escozor. Inconscientes, mis sobrinos han ponderado las sábanas en las que mi madre bordó con primor mis iniciales. Sábanas que habían sido su regalo de bodas y a las que ella dio el mismo destino en mi fallido enlace. Su padre las había comprado en un viaje a Francia y, para la familia, valían un potosí. Algodón tupido y puro, del que no existe, comenta mi sobrina. Y con tus iniciales en hilo de oro, remacha mi sobrino. Ausente, mi mente viaja al pasado acunado por la pesadumbre, tiñendo de negro la infancia y adolescencia mientras bogo por sus recovecos sin timón ni rumbo. Vértigo de lo evaporado. Un sentimiento de vacío total se desboca exprimiendo mis carnes como limón maduro. La vida era eso, pasar. Y lo nefasto es no ser consciente, vivir en la superficie, amorrarse a la rutina y nadar en el necio egoísmo sin apego a nada. Les hemos dado uso. La abuela Pilar, seguro, que estaría contenta, comenta mi sobrino sacándome del hondón.

Seguro, cierra mi sobrina, sobre todo porque, cuando nació la niña, sirvieron para su cuna. Algodón puro. Y ahora tío, mire por donde, le sirven a usted. Me palpo la cara recubierta por las máscara que me protege del contagio. Cierro los ojos y veo el crematorio tragándose el ataúd y, entre lágrimas, las cajas que, contra natura,reconstruyen casa, armarios, cajones, sábanas de algodón y la cara siempre sonriente de mi madre. Fuego al fuego.

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