literatura. cuentos contra el virus / 8

'A contrapelo' de Huysmans, 'remake', un cuento de Ricardo Lladosa

El autor de 'Un amor de Redon' (Fórcola) glosa a un escritor que inspiró a Luis Buñuel, que quiso llevar su novela al cine

Ricardo Lladosa. Cuentos contra el virus / 8
Una ilustración para esta historia de cine, literatura y erudición de Ricardo Lladosa.
Víctor Meneses.

Caminaba indecisa por la casa cerrada en cuyas paredes se proyectaban películas mudas. Eran fotos fijas o imágenes en movimiento. En todas las habitaciones, en todos los rincones sonaba un proyector de cine invisible, aunque sabía que, en realidad, no era cine sino algo virtual.

La luz del sol se filtraba a través de las persianas en motas de luz sobre suelos y paredes. No había nadie, absolutamente nadie en aquel lugar donde solo estaba ella. Al fin pensó que se trataba de un piso; mas, conforme avanzaba por los pasillos y accedía a las estancias, advertía que las imágenes, fijas o en movimiento, no tenían final.

De pronto se dio cuenta de que debía escoger. ¿Por qué? Lo ignoraba, pero la certidumbre no paraba de crecer: elegir, seleccionar, quedarse con algunas imágenes: con una, con dos, con tres… Todas eran pocas ante la libertad de elegir, ante la opción sin límites que se sucedía ante ella.

Y caminaba, y caminaba, y caminaba por los pasillos sin perder la esperanza de llegar al final, de encontrar una salida que la liberara de la libertad de escoger cuando, de súbito, cesó el ruidillo del proyector y comenzó a sonar una sinfonía. Retumbaba en tono quedo, pero la intensidad fue en aumento, hasta que presintió hallarse en un auditorio.

Lo peor no era la intensidad del sonido, sino lo que percibió a continuación: a la sinfonía se iban uniendo otras músicas que sonaban simultáneamente: eran melodías tribales, canciones de distintos lugares del mundo. Pensó que se quedaría sorda, pero los tímpanos aguantaban. Y advirtió que también debía escoger entre las músicas, cuando a duras penas podía distinguir unas de otras en medio de la polifonía ensordecedora.

De modo que decidió taparse los ojos con los dedos y las orejas con las palmas de las manos. Así amortiguaría el deslumbre de las imágenes y la intensidad de los sonidos. Vería y oiría, pero no tanto. Mas el alivio solo duró unos minutos. Al poco, ya volvía a sentir la barahúnda, la ceguera producida por el exceso de lucidez, por la acumulación de información en su mente.

Entonces resuelve parar: sí, parará y se acurrucará en la esquina de una de tantas habitaciones que se suceden a los lados, todas ellas vacías e iluminadas por la luz intensa del sol tras las persianas. No entiende por qué ya lleva pasos y pasos sin encontrarse con ninguna habitación. Tan solo el pasillo, el corredor infinito poblado de imágenes: fotos fijas, películas en movimiento, sucesiones de iconos sobreimpresionados, escenas que se reiteran mil veces en movimientos repetitivos.

¿Por qué a ella? ¿Quién la habrá mandado entrar? En realidad ha llegado a aquella casa por casualidad, en modo alguno ha sido un acto previsto o intencionado; simplemente, pasaba por allí. En un determinado momento, la calle se había estrechado y pensó que quizá fuera un pasaje. Sí, uno de esos pasajes como los hay en todas las ciudades, abiertos al exterior o cerrados por un techo, flanqueados por viviendas o por locales comerciales, ¿qué más da? Pero no, nada de eso, aquello debía tener un propietario, ¿cómo si no aquellas imágenes, aquellos sonidos? ¿O sería quizá un museo de arte contemporáneo?

Aterrada, comenzó a correr, corrió y corrió hasta chocar contra una puerta de madera y caer al suelo. Mientras contenía la sangre que brotaba de su nariz, observo que por el marco de la puerta se filtraba la luz del sol. Se alzó nerviosa, estiró del picaporte y, al fin, pudo contemplar el exterior.

Lo que vio fue una gran playa vacía. A lo lejos, destellaban las olas del mar. No vio a ningún ser humano, tan solo una vieja cabina telefónica sin teléfono.

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