"Yo asistí a la proclamación de la República"

José Luis Serrano Yubero, testigo de excepción del siglo XX español, ha terminado sus memorias

José Luis Serrano acaba de escribir sus memorias, que recorren casi todo el siglo XX español.
José Luis Serrano acaba de escribir sus memorias, que recorren casi todo el siglo XX español.
FRANCISCO JIMENEZ PHOTOGRAPHY

Aragonés nacido en Madrid en 1928, José Luis Serrano Yubero acaba de poner punto final a sus memorias, un escrito que atraviesa lo más destacado del siglo XX español, desde el asalto al Cuartel de la Montaña o el entierro de Durruti hasta la puesta en marcha de la factoría de Opel en Figueruelas, en la que participó. En el interín ha vivido de todo, hasta naufragios (fue marino mercante durante quince años) y ahora, a la altura de sus casi 92 años, deshace la madeja de sus recuerdos con la precision de un cirujano y el poder de seducción de un novelista.

Usted está convencido de que es el último español vivo que asistió a la proclamación de la II Repúblicaj en la Puerta del Sol de Madrid.

Creo que sí, que puedo serlo. Nací en Madrid el 27 de junio de 1928. Mi padre era peón mecánico y un año antes de mi nacimiento había entrado a trabajar en Standard Electric, empresa que dependía de la ITT y suministraba a Telefónica. En 1931 a él, como al resto de los miembros del comité de empresa, los despidieron, y los años siguientes fueron muy duros para mi familia. Alguien le prestó dinero a mi padre y se compró el armazón de un carro y un burro viejo y con ellos empezó a vender verdura por las calles de Madrid, aunque estaba prohibido. Luego consiguió un tenderete. La proclamación de la República... Cierro los ojos y veo un mar de cabezas y banderas, un vocerío enorme, un ambiente de fiesta tremendo. Mi padre me llevaba de la mano a la Puerta del Sol, y al ver la muchedumbre cometió una imprudencia, me cogió y me puso sobre sus hombros para que lo viera todo bien. No recuerdo a ningún otro niño. Si lo hubiera visto, me acordaría. Según me contó luego mi madre, estuve muchos días jugando con los palos de escoba. Les ataba un trapo y hacía como si fueran banderas.

La guerra le cogió en Madrid.

Eso lo recuerdo ya con mucha más nitidez. Fue el 20 de julio del 36. No sé si era domingo o se había declarado previamente una huelga, pero no trabajaba nadie. Vivíamos junto al Cuartel de la Montaña y, a primeras horas de la mañana, los milicianos, que habían ocupado un edificio contiguo a donde nosotros vivíamos, empezaron a disparar al cuartel. Me desperté con los primeros disparos y cañonazos, serían las 8 de la mañana. Al mediodía cesaron los gritos y los disparos y la gente salió corriendo hacia el cuartel. Yo fui con mi padre y entramos por la puerta trasera. Fuimos hasta el garaje y el taller mecánico. Avanzamos por un pasillo hasta el patio central y allí había un montón de oficiales muertos en el suelo. Alguien, que había visto una ametralladora montada, los había matado. Solo se salvaron los que estaban negociando la rendición con los dirigentes del asalto.

Le impresionó la sangre.

A esa edad todo lo ves como si fuera una película de aventuras, no te das cuenta de verdad de lo que ha pasado hasta mucho después. Repartir armas entre la población civil, como se hizo entonces, logró que no triunfara el bando de Franco pero acabó produciendo muchísimos asesinatos. 

Acabaron viviendo en la sede de una editorial que aún existe, Bruño.

Estuve en Madrid hasta noviembre. Los aviones venían a bombardear la Estación del Norte, justo al lado de nuestra casa, de donde salían las armas y los víveres para los que combatían en la sierra de Madrid, donde se había logrado frenar a las tropas franquistas. Unas bombas cayeron en el edificio donde yo vivía y lo declararon inútil por peligro de derrumbe. Nos fuimos a casa de un familiar, que estaba en una calle que daba a la Ciudad Universitaria, y cuando empezó la batalla allí, edificio por edificio, corrió el rumor de que iban a venir 'los moros'. Los milicianos tenían pánico a 'los moros' porque se decía que no hacían prisioneros, así que nos conminaron a meter en las maletas lo que pudiéramos salvar e irnos de allí. Acabamos tres familias, con mi perra y el loro de mi abuelo, en la plaza de España. Uno de mis tíos trabajaba en la editorial Bruño y tenía las llaves de la sede. Y ahí nos metimos unos cuantos días. Cuando sonaban las sirenas anunciando bombardeos, nos íbamos al sótano, que estaba lleno de libros.

El frente se estabilizó y Madrid se llenó de refugiados.

Venían muchos huyendo de Extremadura. Primero se acogieron en las estaciones del metro pero pronto empezaron a repartirse entre los pisos que habían quedado vacíos porque sus dueños se habían ido de vacaciones, la guerra había estallado y ya no habían podido volver. A mi padre le cedieron una habitación de un piso que pertenecía a una famosa artista de varietés de la que no recuerdo el nombre. Metieron las cosas de valor en el comedor, lo cerraron con un candado, y repartieron las habitaciones entre los que no teníamos donde vivir. En una de ellas vivía un matrimonio en el que el marido, albañil, era comisario político del Partido Comunista y era del SIM, del Servicio de Inteligencia Militar. El matrimonio tenía de todo; nosotros, nada. Siguieron los bombardeos, llegaron las Brigadas Internacionales... A la Gran Vía la llamaban entonces la 'avenida quince y medio', por el calibre de los proyectiles con los que la bombardeaban. La Junta que había en Madrid acabó aconsejando que mujeres, niños y ancianos abandonaran la ciudad, que se fueran a Levante y Cataluña. Nos metimos en un tren de refugiados y nos fuimos a Barcelona.

Al campo de fútbol de Montjuic.

Llegué el mismo día que el famoso fotógrafo Capa estuvo tomando fotos allí. Estuvimos unos pocos días y luego fuimos a casa de unos familiares. En el otoño de 1937 me enviaron a las colonias de La Molina. Éramos todos niños de 7 a 12 años y yo fui con mi madre, que iba a trabajar allí como cuidadora. Luego nos llevaron a los chavales a Puigcerdá, porque a La Molina llegaron heridos de guerra...

En Barcelona asistió al entierro de Durruti.

Fue al poco de llegar. En Barcelona apenas se notaba la guerra: si en Madrid no había de nada, en los mercados de Barcelona había de todo. Un día llegó la noticia de que había muerto Durruti y fuimos a ver el entierro. Hubo gritos y cánticos. Recuerdo que custodiaban el féretro milicianos de la CNT elegidos especialmente: altos, con monos hechos a la medida, con el correaje brillante...

De Cataluña viajó a Valencia, y de allí, de nuevo a Madrid. El fin de la guerra le cogió en la capital de España.

Para mí la guerra acabó el 28 de marzo de 1939, un día en que me desperté con mucho ruido en la casa, aquella casa que pertenecía a una estrella de las varietés. Fui a la cocina y estaba todo el mundo quemando fotografías de Azaña y banderas republicanas. Yo tuve que deshacerme de un montón de insignias, porque me hacía colección.

Acaba la guerra y usted... decide hacerse marino.

Bueno, cuando acabó la guerra yo tenía once años. Una tía mía me llevó a Alicante de vacaciones y allí me maravillaron los barcos. Desde que había empezado la guerra no había tenido colegio, aunque alguna clase nos dieron. Mi formación se había limitado a leer unos libros del Socorro Rojo de procedencia rusa. Lo único que sabía era leer. Empecé a estudiar, luego entré en una Escuela de Orientación Profesional, de la que salí con certificado de aprendiz de tercer año. Elegí mecánico, pero luego no aprobé el ingreso en la Escuela de Peritos.  Entré en un taller, aprendí a ser tornero, luego fui a una fábrica... Pero yo quería ser marino, el poco dinero que lograba ahorrar era para novelas de tema marino de segunda mano. Tuve la suerte de que mi padre entró a trabajar en un laboratorio de óptica de la Armada. Allí le dijeron que podía prepararme para entrar en la Marina Mercante. Tuve que hacer los años de estudio que me faltaban y luego prepararme los temas en una academia para presentarme por libre a los exámenes. El Servicio Militar lo hice en Marina y, tras la instrucción, me dieron como destino una fragata que aún no estaba terminada, la Vicente Yáñez Pinzón, que un día, en las Rías Bajas, no se hundió de milagro. Allí ya vieron que dominaba la mecánica de los barcos y las cuestiones marinas.

Y después de la mili...

Terminé los tres años de Náutica y, como para obtener el título necesitaba 200 días de mar, escribí a todas las navieras de España. Solo me contestó una: la empresa nacional Elcano, de la Marina Mercante. Era del Instituto Nacional de Industria y todos los barcos que manejaba habían sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial. Estuve un año en el Castillo Figueras, un barco del año 12, con calderas de vapor. Luego tenía que hacer prácticas en un barco a motor y me mandaron a un antiguo barco ruso, que había sido bombardeado y lo habían reflotado.

Allí descubrió el mundo.

Barcelona, Marsella, los puertos griegos, Turquía, Beirut, que era el Montecarlo de los árabes. El barco no era muy grande pero cada cuatro semanas recorría todo el Mediterráneo.

¿Qué le ha enseñado el mar?

El mar es maravilloso y un barco también. Pero un barco, en muchas ocasiones, es como una cárcel. Eres parte de una tripulación de 30 o 35 personas, con algunas te llevas bien y con otras no tanto, pero no puedes elegir. La vida, cuando estás encerrado tantas horas con las mismas personas, es difícil de sobrellevar. Algunos capitanes más relajados permitían jugar al póquer de a peseta, pero otros no, y al final todo se reducía a hablar de mujeres... o de otros barcos. Tanto tiempo encerrado acaba generando odios increíbles entre la tripulacion. Yo he estado en Cuba, Estados Unidos, Colombia, Australia, Japón... Formé parte de la tripulación del primer barco espoañol que atracó en Filipinas después del desastre del 98. Eso está muy bien, pero al final dejé el mar por la mala vida que se genera en los barcos. Bueno, y también porque me había casado a los 31 años. Y a los 37 dije: '¡Se acabó!'. Era el año 1965.

Y logró lo que hoy es imposible: reinventarse profesionalmente.

Gracias a un antiguo compañero de un barco encontré trabajo de maquinista en una hilatura textil de Alcalá de Henares. Tenían dos calderas de vapor y equipos frigoríficos, y allí estuve trabajando 14 años. Acabé en Producción, en la parte más química de la fábrica, que se llamaba La Seda de Barcelona, y que en Alcalá de Henares solo trabajaba el nailon.

¿Y cómo acabó en Zaragoza?

Por un anuncio en la prensa. Me enteré de que buscaban maquinistas para la planta de General Motors en Figueruelas y escribí. Me mandaron al hotel Ramiro I, me hicieron una entrevista... y me quedé. La fábrica estaba en pleno proceso de montaje. Yo entré en febrero y empezó a funcionar en mayo de 1982. Tenía 54 años, creo que me benefició un poco el hecho de que yo siempre he representado 10 o 12 años menos de los que realmente tengo. En la fábrica me llamaban 'El abuelo'. Me contrataron para el mantenimiento de la planta de energía que nutre a la fábrica. Tenía entonces turbinas de vapor, equipos frigoríficos... Estuve trabajando allí otros 14 años. Me podía haber jubilado a los 63, y entonces hubiera sido el primer trabajador que se jubilaba en la GM, pero estuve hasta los 68. El primero que se jubiló fue un director de Finanzas que trajeron de Estados Unidos.

Hasta hoy.

Mi vida ha sido como una serie de televisión de aventuras. He escrito mis memorias para mis hijos, para que sepan lo que he vivido. Tengo un montón de anécdotas.

¿Cuál ha sido su mejor viaje?

Soy uno de los pocos marinos españoles que ha navegado por los Grandes Lagos norteamericanos. Nos enviaron a recoger un cargamento de leche en polvo que había regalado Estados Unidos, y teníamos que recogerlo. Tuvimos que entrar por Canadá y, a tres millas de las cataratas del Niágara hay un sistema de esclusas que te suben hasta las propias cataratas. Entonces podías atravesar los Grandes Lagos como si fueran un mar. Fue un viaje precioso. Recuerdo que atracamos en un puerto pequeño, Green Bay, en el lago Michigan, y que los que se dedicaban a las labores de carga y descarga en el puerto eran todos indios pieles rojas. Fue un viaje maravilloso, aunque regresando a España nos cogió de lleno un ciclón. Bueno, pero esa es otra historia.

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