ocio y cultura

Los catálogos de viejos libros

De la sección Fábulas con libros. Reflexiones de cómo cambian los tiempos

Catálogos
Retrato de Manuel Lasala.
Archivo Heraldo

Con el paso del tiempo hay cosas que se extinguen. Se extinguieron los mamuts, las cabinas telefónicas, los mapas de carreteras, la costumbre de que los arzobispos hicieran su entrada en Zaragoza a lomos de una mula blanca, el buen fútbol en La Romareda… Se extinguieron y se acabaron para siempre. Lo mismo ha ocurrido con los catálogos de las librerías de viejo.

Cuando yo empecé a recibirlos, a comienzos de los ochenta, raro era el día en que no llegaba alguno a casa. Y muchos días, dos y tres. Era la única forma de que disponían los libreros para hacer llegar sus fondos y mercancías a los bibliófilos de todo el mundo. Como de cada ejemplar ofrecido no había naturalmente más que un solo ejemplar, era necesario ser el primero en pedirlo, así que había que leerse el catálogo rápidamente, yo diría que a uña de caballo, para encontrar el libro deseado, reservarlo inmediatamente y evitar de ese modo que otro competidor más veloz y avispado se te adelantara. Ni me aprovechaba la comida. Llegaba a casa después de trabajar y, como mi mujer había cogido ya la correspondencia del buzón, me esperaban en la mesa de la biblioteca esos catálogos que yo debía leer mientras comía para tratar de llamar a las cuatro o cuatro y media, en cuanto la librería en cuestión abriera por la tarde.

Eso, pese a todo, nunca te aseguraba nada, pues los jubilados, ociosos y demás ralea los habían podido ver ya por la mañana y llamar antes que tú. O si la librería estaba muy lejos de Zaragoza, otras ciudades más próximas a aquélla recibían el catálogo algún día antes y disfrutaban de unas horas de privilegio para pedir los libros. Podría contar tantas anécdotas que no terminaría nunca.

Sólo narraré una: pude comprar en una librería de Gijón los tres tomos del muy importante ‘Examen histórico-foral de la Constitución Aragonesa’, de Manuel Lasala (1868-1871), porque un conocido bibliófilo, que buscaba ese libro desde hacía años, pese a que lo pidió antes que yo, se equivocó de prefijo al llamar por teléfono a la librería y en lugar de marcar el correspondiente a Asturias marcó otro equivocadamente. Me lo confesó días después, sin rencor, disgustado por su falta de pericia.

Tras la llegada de internet, los catálogos (que, no lo olvidemos, les resultaban muy gravosos a los libreros, pues a los gastos de maquetación e impresión había que añadir los de envío), comenzaron a languidecer y hoy son ya algo anecdótico. Yo diría que apenas media docena de librerías los sigue enviando. Y es que los catálogos de libros viejos son ya como las ‘Páginas Amarillas’: cosas de otro tiempo.

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