Fue solo un instante sin tiempo. Un fogonazo en medio del estrépito, sudor en las sienes, el corazón en un puño, carreras, gritos, lágrimas, polvo, barro, sangre. Todos los suyos habían caído ya: la hilera de prisioneros era larga y lastimosa. Y muchos los enemigos, que se echarían sobre él de inmediato.

Sintió el miedo, como siempre, tantísimo miedo, pero también rabia. Harto de ser ninguneado por los demás, compadecido, ridiculizado cuando no ofendido. Ahora todos, todo dependía de él, del más débil y torpe, de su valor y de su miedo. Había logrado llegar hasta allí: acabaría el trabajo.

Fue, sí, un fogonazo fugaz, luminoso e intenso, que detuvo de repente el torbellino del vértigo y la pelea. Un instante para el resto de su vida, más allá de la gloria de aquel momento.

Así que cerró los ojos, tomó aire y, la palma contra la tapia, gritó como nunca había gritado antes:

- ¡Me cago en tu marro, y me cagaré!

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