Gloria Cuenca: "Los paleontólogos somos grandes coleccionistas de esqueletos"

Gloria Cuenca, paleontóloga y profesora de la Universidad de Zaragoza, dirige el equipo de la Facultad de Ciencias que trabaja en Atapuerca.

Gloria Cuenca, en su despacho de la Universidad.
Gloria Cuenca, en su despacho de la Universidad.
Francisco Jiménez

¿Atapuerca es el sueño de todo paleontólogo?

Yo creo que sí. Por lo menos, de los que preferimos la paleontología humana y no los dinosaurios.


¿Qué tiene de especial?

Tiene unos maravillosos fósiles humanos, únicos en el mundo, porque es único encontrar esqueletos casi enteros, con todos sus dientes. Están rotos, claro, y hay que reconstruirlos, pero ahí están todas sus piezas. Y no solo hay esqueletos humanos. También hay herramientas y restos de animales que nos permiten saber cómo se vivía entonces.


Cada campaña de excavaciones se extraen en Atapuerca 30 toneladas de sedimentos. Imagino que casi todo serán piedras y

tierra.

No exactamente, porque otra de las peculiaridades de Atapuerca es que el yacimiento está hasta arriba de fósiles. Y eso supone que en todos los sedimentos que extraemos hay pequeños restos, dientes, huesos. Hay que lavarlo, separar los restos y luego ya vemos cuáles podemos identificar.


¿Y cuánto queda por descubrir en el yacimiento?

Muchísimo. Es un enorme sistema de cuevas y solo hemos arañado una parte mínima. Ni siquiera hemos podido evaluar todavía todas las oquedades que hay allí.


Atapuerca es clave para conocer la evolución de los homínidos, pero usted estudia allí los restos de pequeños vertebrados.

Para la paleontología, son como las moscas del vinagre para la genética. Se trata de animales que evolucionan muy deprisa y así permiten distinguir sucesos temporales en la estratigrafía.


Va a tener que explicarme qué es la estratigrafía...

Es la base de la paleontología. Sabemos lo que ha pasado porque los restos aparecen colocados por estratos y eso nos permite ver su evolución. Lo que hay más abajo es lo más antiguo.


¿Y qué datos aportan los animalitos que usted investiga?

Muestran los cambios a menor escala. Por ejemplo, si hay un estrato con pequeños animales propios del bosque, otro estrato encima con animales de las praderas y uno superior con animales de agua, sabemos que en esa zona hubo primero un bosque, luego un proceso de desertización y que, después, la zona estuvo llena de agua.


Visto así, parece fácil saber qué restos son más antiguos, ¿pero cómo averiguan la edad de cada uno?

Hay métodos de datación por medio de isótopos estables, elementos químicos que cambian con el tiempo y así podemos usarlos como un reloj. El más famoso es el carbono 14.


¿Y cómo descubre a qué animales pertenecen los minúsculos restos que usted estudia?

Trabajamos como los zoólogos y siempre a partir de restos actuales. Somos grandes coleccionistas de esqueletos y así podemos comparar lo que encontramos. Aprendemos de la anatomía de los animales actuales, estudiamos sus huesos y sus dientes, y luego comparamos. A veces es tedioso, porque hay que medir cientos de dientes para poder hacer listas que nos sirvan de referencia. Somos como zoólogos-forenses.


¿A cuál de sus hallazgos en Atapuerca le tiene más cariño?

A una musaraña de dientes rojos. Es muy grande y tiene unos huecos en la mandíbula que nosotros creemos que eran bolsas para llevar saliva venenosa que inoculaba cuando mordía. Las musarañas necesitan comer mucho y, con ese veneno, paralizaban a sus víctimas y así se hacían una especie de despensa de comida, de animales todavía vivos, pero incapaces de moverse.


Qué encanto... ¿y le han puesto nombre?

Sí, se llama Dolinasorex, y es única en el mundo.


La veo orgullosa de su musaraña. Pero, qué prefiere, ¿el yacimiento o el trabajo de despacho?

¡El yacimiento! Pasamos cada mes de julio allí, trabajando de lunes a domingo. Cuando llegas, pierdes tu vida diaria, y eso cuesta un poco al principio, pero al segundo día ya te conviertes en un hombre de Atapuerca. Mi equipo trabaja junto al agua, y cuando acaba la temporada, cada año, vamos todos a despedirnos del río. Da mucha pena marcharse.

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