El canto arrebatado de Antonio Aramburo

Este tenor de fuerza de Erla (Zaragoza) ha sido uno de los grandes cantantes de Aragón del siglo XIX. Dijeron que poseía la voz más perfecta de su tiempo, pero a la vez solía tener comportamientos excéntricos.

El canto arrebatado de Antonio Aramburo
El canto arrebatado de Antonio Aramburo

James Joyce es uno de los grandes escritores del siglo XX. Quizá su libro más famoso sea ‘Ulises’, aunque el más sutil, el más irlandés y el más legible es una colección de relatos: ‘Dublineses’. En ‘Los muertos’, que John Huston llevó al cine poco antes de morir, entre una enumeración de cantantes líricos figura un aragonés: Aramburo. El tenor Antonio Aramburo, un intérprete tan excepcional en el canto como informal y extravagante en la vida real; de hecho, como se dice a menudo y como recuerda Javier Barreiro en su libro ‘Voces de Aragón’ (Ibercaja, 2004), fue famoso por sus espantadas. Aramburo quizá padeciese esquizofrenia: podía ser suave y profesional, manso y aplicado, y todo lo contrario: terco, abrupto, inesperado, y dejar de cantar solo porque el público silbaba a su compañera.


Antonio Aramburo nació el 16 de enero de 1840 (a veces se dice también que en 1839), en Erla, en las Cinco Villas zaragozanas. Su familia era acaudalada, pero no se saben demasiadas cosas de su infancia y adolescencia. Estudió ingeniería; cuando había empezado la carrera pensó que se había equivocado: empezó a asistir a clases de canto con el maestro Antonio Cordero y debutó, rebasada la treintena, en 1871 con ‘Sapho’ de Giovanni Pacini en el Teatro Carcano de Milán. Hay otra teoría, que recoge el estudioso Hernán Luis Vigo Suárez, en la que se sospecha que Antonio Aramburo habría debutado ese mismo año, un poco antes, en el Teatro de la Zarzuela de Madrid con la soprano Pilar Bernal.El aragonés raro y enfermo

La carrera de Antonio Aramburo no fue fácil por sus veleidades de genio y por su temperamento cambiante. Al siguiente año de su debut cantó ‘Norma’ de Vincenzo Bellini en Florencia; en 1874 realizó una gira por Buenos Aires y actuó ante el presidente de la República. En la temporada siguiente debutó en el Teatro Liceo de Barcelona y repetiría en 1882. Con ‘La fuerza del destino’ y ‘Rigoletto’, ambas de Verdi, se presentó en La Scala de Milán, en 1879, donde fue silbado en la romanza ‘Celeste Aída’ y aplaudido luego, tan aplaudido que «en la segunda representación cantó con una también celeste voz, de modo que hubo de dar hasta 23 representaciones», según Barreiro. Sin embargo, al año siguiente con ‘Lucía de Lamermoor’, de Donizetti, se produjo una anécdota que define su excentricidad y su perturbación. Y quizá su sentido del compañerismo.


La soprano Emma Albani fue reemplazada por Harris Zagurry, a la que el público boicoteó en el tercer acto. Entonces, Aramburo abandonó el teatro y se fue al palacio donde residía. Allí recibió a los empresarios que fueron a pedirle que regresase. Cocinó unas migas, invitó a los recién llegados a comer en la sartén sobre la alfombra, se puso un pañuelo en la cabeza y empezó a cantar jotas. Ante la perplejidad general, anunció que renunciaba a su contrato. Javier Barreiro resume: «Así, en su mejor momento desperdició la oportunidad de volver a ser llamado por el teatro más importante del mundo».


No menos extraña fue su actuación en el Teatro Real con ‘El Trovador’ de Giuseppe Verdi: habían anunciado su asistencia el rey Alfonso XII y la reina María Cristina; no aparecieron y él, en el tercer acto, se esfumó por la puerta de bomberos, «ataviado de guerrero medieval», y entonó algunas piezas en la plaza de Oriente. Así podía ser Aramburo. Algo semejante lo repetiría en el Teatro Solís de Montevideo en 1886. Iba a actuar ante el presidente de Gobierno: el empresario quiso comprobar que estaba a punto y que saldría a cantar. Lo encontraron dormido, posiblemente ebrio, entre los decorados y la tramoya.


A pesar de todo, los elogios se multiplicaban. Y se multiplican en manuales, diccionarios e historias de la ópera. Decían que era superior a Julián Gayarre (cuya vida redactaba poco antes de morir el aragonés Mariano Faci, biógrafo de Cavia y Eusebio Blasco) y a Tamberlick, que estaba en su apogeo. Él mismo, tras oírlo en París, lo nombró su sucesor. Barreiro dice: «Su voz tenía la misma fuerza arrebatadora y la potencia de sus agudos impresionaba profundamente».Maestro de canto en Montevideo

El antes citado Vigo Suárez dice que tenía «una voz de considerable extensión: más de dos octavas, del do central al do sostenido agudo», y ensalza su condición de «tenor de fuerza». Enrique O’Neill, en su libro ‘La voz humana’ (1923), no deja lugar a dudas: «Fue la voz más perfecta del siglo XIX; en calidad, extensión, timbre y color no llegó ninguna otra a parecerse siquiera”. Y Florentino Hernández Girbal, en ‘Cien cantantes españoles de ópera y zarzuela (siglos XIX y XX)’ (1994), le otorga halagos del tipo: «hermosura increíble», «expresión arrebatadora», «agudos limpios y brillantes como el sol».


Sus mejores años fueron los de la década de los 70 y de los 80. Fue muy querido en Cuba, donde cantó en varias ocasiones, e inició su despedida con ‘Carmen’ de Bizet en Odessa (Rusia; ahora Ucrania), en 1896. De repente se descubrió casi arruinado a pesar de que había ganado mucho dinero, dicen que más de tres millones de pesetas de entonces (18.000 euros). Al parecer, había sido objeto de varios robos y había dilapidado su fortuna con la prodigalidad de los nuevos ricos. Tras estar en un hospital de Milán, doliente y en estado de indigencia, logró que le dieran un puesto de portero en el Teatro Solís de Montevideo. De ahí pasó a dirigir una escuela de canto con su nombre. Allí murió en noviembre de 1912.


Más tarde, se descubrieron algunas de sus grabaciones, con el sello de Compañía de Impresiones Fonográficas Antonio Aramburo, que fundó hacia 1900. Algunos dicen que son apócrifas; otros aseguran que confirman su talento, su energía, su honda sensibilidad, su agudo lirismo. El enigma, como el misterio de su comportamiento, continúa.