Adiós al pintor José Ignacio Baqué, uno de los componentes del grupo Azuda-40

El artista, enfermo de cáncer, apostó por la figuración en sus últimos años

José Ignacio Baqué Calvo en su estudio de Zaragoza, en 2008.
José Ignacio Baqué Calvo en su estudio de Zaragoza, en 2008.
Pedro Etura/Heraldo

Ha fallecido José Ignacio Baqué Calvo, un pintor personalísimo que descubrió su vocación a los 14 años y continuó pintando hasta los últimos días. El artista se consideraba desde hace algún tiempo un superviviente del cáncer, pero al final la enfermedad reapareció sigilosa y mortal. La última exposición de Baqué, hijo del pintor José Baqué Ximénez, se tituló ‘El arrebato de vivir’, se celebró en Bantierra en 2013 y era su manera de dar gracias a la vida, a la pintura, a la creación y a la vocación, insoslayable y decisiva.

José Ignacio Baqué nació en Zaragoza el 18 de septiembre de 1941, estudiaría en la Escuela Superior de Arquitectura de Barcelona, aunque no completó la carrera, y regresó a Zaragoza, donde iniciaría su carrera, primero en una figuración expresionista, luego desembocó en la abstracción, abundante de materia y con un colorido sobrio y terroso.

Poco a poco fue haciéndose con un sitio en el arte en Aragón, ganó algunos premios y empezó a exponer con asiduidad. Entre 1972 y 1974 perteneció a un grupo muy importante en Zaragoza, Azuda-40, del que se hará una exposición antológica en el Paraninfo a partir del próximo mes de enero, bajo la dirección de Lola Durán. Eran los tiempos de las rebeldías políticas, y Baqué también fue crítico y rebelde.

José Ignacio Baqué alternaba el dibujo con la pintura al óleo de diversos formatos. Solía decir: «Cada cuadro es una aventura. Una viaje hacia lo desconocido y, por tanto, un descubrimiento». Desde hacía años había desembocado de nuevo en la figuración: los objetos, las muñecas, las niñas, los rostros, sillas, botellas, sardinas, bodegones, mares o bosques. Solía decir que le atraían el teatro (en especial la comedia del arte, pero también las marionetas), los actores o el circo. Pero en realidad le fascinaban los seres humanos y trabajaba arropado y querido por María José Barroso, su mujer, a la que le dedicó uno de sus mejores cuadros, del que se sentía orgulloso.

Al fin y al cabo, más en serio que en broma, solía decir: «A mí me gustan las mujeres. Me apasiona el misterio de los rostros femeninos». Vivía retirado y concentrado en sus sueños y sus pasiones: la lectura, el arte de pensar y la pintura, ese oficio tan deleitoso del que no querría jubilarse nunca. Pintar fue, en cierto modo y sin ánimo de frivolizar, un antídoto contra el cáncer. Tenía un bonito estudio, acristalado, y le gustaba decir que percibía el cambio de las estaciones.

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