Zapater, soñar para vivir

Además de ser escritor, Zapater tenía otro sueño: ser torero.

Alfonso Zapater Gil en 2002, con 'Aragón 1900'.
Alfonso Zapater Gil en 2002, con 'Aragón 1900'.
C. Moncín / Heraldo

Se cumplen ahora diez años de la muerte de Alfonso Zapater Gil (Albalate del Arzobispo, 19-VII-1932--Zaragoza, 30-V-2007), periodista y escritor de larga y fecunda trayectoria, una de las figuras más queridas y populares de las últimas décadas de la prensa y las letras de Aragón, su tierra originaria y de vocación, que él recorrió sin descanso y de la que escribió ríos de tinta, amándola y defendiéndola. En su recuerdo traemos aquí esta apretada semblanza de su vida y obra.

Alfonso Zapater enfermó de niño y allí, en Urrea de Gaén (Teruel), donde su padre regentaba un molino, hubo de permanecer un tiempo en la cama. Fue como su caída en el camino a Damasco, aunque Alfonso hasta entonces no había perseguido infieles, sino sueños, sueños de un niño ya hombre, como lo fue Alfonso.

En aquella cama de enfermo, los sueños de Alfonso empezaron a tomar forma, cuerpo, sustancia: ser torero y ser escritor. Porque acababa de morir Manolete, y Alfonso quiso ser Manolete; porque leyó a los clásicos, y Alfonso quiso seguir su senda: escribir, y empezando por lo más alto, por un auto sacramental, como Pedro Calderón de la Barca. Además de ser un niño muy hombre, como dicen las coplas que son los toreros que saltan por primera vez al ruedo, Alfonso tenía también alma de aventurero y entonces, en aquellos años, la aventura era Madrid.

Y allá se fue, dispuesto a conquistar la plaza más difícil, la de la vida. El traje de luces le sentaba bien, porque era alto y delgado, como Manolete, y también se quedaba quieto, como el legendario ídolo cordobés, y Alfonso tuvo sus tardes de gloria, cortó orejas, salió a hombros; pero las suertes del toreo son otras, y dejó los toros. Su experiencia taurina le sirvió para capear con fortuna los lances de la supervivencia y también para llenar las páginas de sus libros de terminología taurina. En ‘El hombre y el toro’, su primera novela, Alfonso plasmó lo que siempre había pensado: que el toro era lo más noble de la lidia, y que los toros eran como la vida, un lance entre el hombre y su destino.

Cortada la coleta, el mundo literario se le ofrecía de una manera más neta. La radio, la prensa, el teatro, la poesía… Alfonso publicó sus primeros poemas, sus primeras ‘Tristezas’, porque todos los versos adolescentes son tristes, y estrenó sus primeras piezas teatrales, ‘La chabola’ y ‘Noche de pesadilla’, y hasta fundó una compañía, El Corral de la Pacheca, en recuerdo de los viejos corrales madrileños.

En aquel momento encontró a quien habría de ser su compañera en la vida y en las tablas, la actriz Pilar Delgado, madre de sus cinco hijos, la que, unos años después, y ya radicados en Zaragoza, llevaría por todos los caminos y pueblos de Aragón, durante años, tres de sus piezas dramáticas. ‘Crónica del Compromiso’, ‘Aragón para todos’ y ‘Resurrección y vida de Joaquín Costa’.

Pueblos y ciudades de Aragón

Mientras tanto, Alfonso llenaba de lances y azares las páginas del HERALDO, y recorría sin descanso pueblos y ciudades de Aragón para hacerlos conocer a los aragoneses, con sus necesidades y sus grandezas; y estudiaba nuestra jota, algo que le venía de herencia, por su padre, Alfonso Zapater Cerdán, que fue gran bailador y rescatador de la jota de Albalate, el pueblo natal de los Zapater; y seguía indagando en Joaquín Costa, su modelo de aragonés entero y verdadero. Y de todo ello salían más libros, porque la vida toda de Alfonso ha estado jalonada de libros: ‘Aragón, ruta de la sed’, que le prologó su amigo Ramón J. Sender, a quien fue a esperar a Barcelona a la vuelta de su exilio; ‘Esta tierra nuestra’, ‘Aragón, pueblo a pueblo’, que le presentó otro gran amigo, Camilo José Cela, ‘Historia de la jota aragonesa’, ‘Desde este Sinaí. Costa en su despacho de Graus’, ‘Costa, el último Moisés’… Pero el sueño de Alfonso no estaba cumplido. Él había empezado con sueños muy grandes, ser poeta, ser novelista, ser escritor. Y no paró, ni de hacer versos, ni de escribir novelas. Y siempre, como protagonista, el hombre, ese hombre esencial que persiguió ser desde que era niño, fuera en sus versos (‘Hombre de tierra’, ‘Afirmación del ser’) o en sus prosas (‘Siembra’, ‘El pueblo que se vendió’, ‘El accidente’, ‘Viajando con Alirio’, ‘Los sublevados’, ‘La ciudad infinita’, ‘Yo falsifiqué el Guernica’, ‘Tuerto Catachán’… ¡Tantas!).

En la última entrevista que le hice, en uno de esos lapsos de enfermo, incómodo con su obligado reposo, me dijo que siempre soñaba, que sin sueños no se podía vivir.

Era algo profundamente enraizado en su visión de la vida, del ser y el existir. Alfonso fue un soñador, vivió siempre soñando y seguirá soñando para nosotros en los libros que escribió.

Como dice en ‘Afirmación del ser’: "Yo no sé si me basta con la meta / que me pone ante el árbol, hijo / y libro, para decir: “Cumplí, me voy, hermanos, / con mi pan y mis sueños a otra parte".

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