Diciembre

Recuerdo cuando mi madre nos decía que quería parar el tiempo, congelarnos para que, como una estampa navideña, quedara así como ella quería, rodeada de lo que pedía a la vida y que podía sentar en su mesa. Diciembre es un mes traicionero porque está lleno de obligaciones. La de reunirte con todo bicho viviente a comer, cenar o aperitivear y quererse mucho y por decreto; y gastar. Para algunos es una agonía ese reparto de cenas y comidas en las que tienes que ser feliz, y suelen decir que quieren que pase rápido, despertarse el 7 de enero. Y es cierto que nos volvemos locos, porque todo parece hecho para el consumo, y que luces y guirnaldas son un escenario artificial, como algunas citas, aunque, bien mirado, no deja de ser un tiempo en el que uno aparca sus malos rollos y, por unos días, intenta dar otra mirada a las cosas.


A mi me gusta diciembre, porque me gusta el invierno, sentir el frío en la cara que me despeja la mente y me parece ver un mundo más auténtico. Pasear con mi perro por la ribera con mi música, con el río a mis pies y que me hace soñar, porque olvidamos que soñar es siempre un regalo que nos da vida. Es como esos primeros días de primavera en los que todo es luz, respiras hondo y te llenas de paz.


Diciembre me pone sentimental y muy cursi, porque me gusta mucho sentir y sentir muy dentro, y sentir de verdad. En diciembre, francamente, me importa un rábano lo que hablan en el Congreso de los Diputados, los líos secesionistas de Cataluña, los debates sobre el déficit, el aumento del salario mínimo, las batallas dialécticas entre políticos en Twitter, o quién acompaña las cenizas de Fidel Castro. Y no es por insensible, todo seguirá ahí después, es porque tengo la cabeza donde quiero que esté, en ese árbol chuchurrío con sus viejas bolas llenas de recuerdos y algo desconchadas, sus dibujos infantiles atados con cuerdas de lana, sentimientos congelados en el tiempo con sus luces titilando junto al pequeño belén que me regaló mi hermana, siempre ella, tan hermana, tan yo misma...