Bunbury enamora a todas las musas y triunfa con estrépito

Durante algo más de dos horas y ante 8.000 almas devotas, el artista zaragozano y su banda ofrecieron un concierto extraordinario en el pabellón Príncipe Felipe. Las canciones de Héroes del Silencio marcaron el clímax colectivo de la noche.

Álvaro Suite, guitarra en mano, secunda a Bunbury durante el concierto.
Álvaro Suite, guitarra en mano, secunda a Bunbury durante el concierto.
Oliver Duch

Fue anoche, pero después de visto o vivido y alucinado por lo escuchado, el relato suena mejor en presente: vaya por delante la disculpa por la licencia. Imaginen. Pabellón casi lleno, están todos los que las normas admiten: ocho mil almas, algunas vendidas al exceso, otras cándidas por vocación, muchas deseosas de revivir sonrisas arcanas que solían brotar con facilidad y ahora se quedan demasiadas veces ahogadas en la contención social. Lo que se masca no es la tragedia, no. Se parece a jolgorio contenido, un torrente de entusiasmo listo para brotar. Bunbury y sus cuates andan en el edificio, van a salir, y se avecina ventolera en la tierra del cierzo.


Desde la tarde hay cefirillo, un soplido cómplice que acompaña a los más madrugadores. Nacho Cristóbal es un privilegiado: ha podido disfrutar de la prueba de sonido. "Me han temblado las rodillas con ‘Sirena varada’, qué recuerdos", confiesa. Su agradable dolencia se repite tres horas después, multiplicada en varios miles de rótulas, cuando la amplificación del escenario lance al aire las notas de ‘Lawrence of Arabia’ como introducción, con luz roja bañándolo todo. ‘Iberia sumergida’ es la primera prueba de toque, como ocurriera en Lanuza. Héroes para la andanada inicial: no falla.¡Buf! Tremendo


De ahí en adelante se activa el carrusel. Treinta y ocho conciertos después, el ‘Mutaciones Tour’ funciona a pleno rendimiento en las alturas, como la nave de Robur el Conquistador: la paradoja estriba en que no hay nada de maquinal en el discurrir de la noche. La velocidad de crucero brilla por su ausencia, sepultada tras los altos y bajos: el repertorio se ha enhebrado con suaves trasiegos de pico a valle marcados a cincel en el bajorrelieve que registrará la magia de la noche. Cada canción es un golpe, enguantado a veces, a mano pelada otras, que alterna los impactos entre los dos lóbulos del cerebro y las entrañas. Todo fluye, como nunca antes, y eso es mucho decir.


Segundo asalto: ‘El club de los imposibles’. Guarda tu dinero para medicamentos, vocean todos. "Es un inmenso placer estar de vuelta en casa", dice el pregonero mayor del reino. "Vamos a hacer un recorrido por tres décadas de canciones". Con ‘Dos clavos a mis alas’, una de las canciones rescatadas para la gira -una que, en teoría, no todos conocen- llega la prueba de fuego. El pabellón la vocea: los pulmones hinchados, los pechos henchidos. Orgullo y satisfacción, majestuoso todo. Cuando las mazas de Ramón Gacías sobre los parches de su batería comienzan a a marcar el paso en ‘Sirena varada’, Bunbury se queda mirando al tendido con cara de niño. Está feliz. Se marca una pose de arquero, a lo Kiko el del Atlético, una versión del Usain Bolt mano en oreja. Y sigue el aquelarre.

No se vayan todavía...


Más. Gacías se motiva a lo Motown para pavimentar el camino en ‘Porque las cosas cambian’, con Bunbury guitarra en mano. ‘El camino del exceso’ marca la sorpresa en muchas caras: es quizá el tanino más añorado del ‘Espíritu del vino’. Cuando llega el final de la primera tanda, en ‘Maldito duende’, el hombre al que persiguen los focos los comparte con su público: ahí en medio de todos, bañado en abrazos. ‘Lady blue’, como en Lanuza hace cinco semanas, será el guiño para dar paso a los bises.


"Esas guitarras están increíbles. A Enrique solo le falta entrar en una banda sonora de Tarantino. Me encanta el sonido". Palabras de Nacho Serrano, de Niños del Brasil; su compadre Santi Rex no anda lejos, con la sonrisa de oreja a oreja. Es el turno de ‘Más alto que nosotros solo el cielo’: Bunbury anda ahora de rojo tras toda una noche de antónimo luto, porque de funeral nada... o quizá sí, porque la calima húmeda de Zaragoza la emparenta esta noche con Nueva Orleans, y en el escenario hay algo de vudú. O mucho.


El tren no se para. Trote chispeante en ‘Sí’, pausa sublime para ‘La chispa adecuada’ en una cadencia de ola marina que deja suavemente al personal en la orilla, al borde de las lágrimas, felices. "¡Faltan tres!". Parece que Elena lleva chuleta, porque acierta la predicción. Bunbury calca el cierre de Lanuza (esta vez, la garganta luce nítida y el verbo, poderoso) con ‘Los habitantes’, ‘De todo el mundo’ y, como cierre coherencia, ‘…y al final’. Madre mía.


¿Es el mejor concierto que ha dado Bunbury en su terruño? Probablemente. Sí. Héroes fueron Héroes, son Héroes, serán Héroes, pero su vocalista se ha doctorado este septiembre de 2016 en Zaragozalogía, un añito antes de cumplir medio siglo de vida nauta: esta vez, más que nunca, ha mandado el corazón.

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